GREGORIA BRUN, LA MAESTRA DE CONCEPCIÓN GIMENO GIL
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Andaba buscando genealogías femeninas y cayó en mis manos La mujer española (1877), un libro de Concepción Gimeno Gil en el que dedicaba un capítulo a su maestra Gregoria Brun, cuando todavía vivía. Lo leí muchas veces y siempre me provocaba la misma emoción: por la grandeza de la maestra y por la generosidad de una alumna que en ese momento ya era una periodista famosa.
En varias publicaciones se hace referencia a ese capítulo, incluso se glosan algunas de sus partes, pero pocas lo transcriben y ninguna se acerca a la biografía de la maestra que lo inspiró.
Tendré en cuenta lo que otros han dicho, aunque, en mis palabras, pondré el énfasis en doña Gregoria y, para su biografía, recuperaré los datos fragmentarios que me ofrecen los archivos que he podido consultar. También daré cuenta de la convulsa vida de su familia, como consecuencia de los acontecimientos políticos del momento.
Concepción Gimeno Gil (Alcañiz, 1850-Buenos Aires, 1919), más conocida como Concepción Gimeno de Flaquer, por su matrimonio, en 1879, con el periodista catalán Francisco de Paula Flaquer i Fraise.
Fue una mujer adelantada a su tiempo: maestra, escritora, periodista, fundadora y directora de varios periódicos en España y América. Luchó por los derechos de la mujer y defendió un feminismo moderado. Buscó un punto medio entre las avanzadas ideas feministas y las tendencias tradicionales. Y lo encontró en la defensa de la dignidad intelectual y humana de la mujer.
Desde los cinco años hasta los dieciocho vivió en Zaragoza y fue a la escuela con doña Gregoria, de la que nos dejó este magnífico retrato:
Doña Gregoria Brun, que así se llamaba, era el tipo más acabado de la distinción y la superioridad: su estatura bastante elevada, su figura majestuosa. Como en la infancia lo más leve más impresiona, la suave severidad de mi directora, su noble altivez, su dignidad y hasta su belleza escultural contribuían a formar en mi fantasía una ilusión que me la hacía considerar como un ser superior, castigado a vivir en la tierra; como un ser algo más que mujer, cual una divinidad de los antiguos tiempos.
Favorecía a mi ilusión su carácter, distinto completamente al de todas las mujeres, pues mi directora hubiera podido decir en voz alta: “Tengo el honor de parecerme más que a mí misma”.
Era sumamente original y, por eso, odiaba la rutina; su lenguaje era fácil, elevado y persuasivo, pero muy sencillo; jamás olvidaba que hablaba con la infancia.
Como su voz era buena, su palabra armoniosa y vibrante, conseguía apoderarse de nuestro corazón y nuestro criterio: mi afecto hacia mi directora era un culto.
Cuando se rodeaba de niñas, y ante un mapa nos explicaba geografía, parecía Minerva distribuyendo el pan de la inteligencia.
Sus ojos eran dos astros que arrojaban ígneo resplandor, porque asomaba de ellos el genio. Su frente espaciosa parecía trasparente cuando intentaba inculcarnos grandes ideas. Y su semblante, de líneas correctas y severas, pero nunca duras, se animaba al percibir que habíamos comprendido sus lecciones.
Tenía varias auxiliares pasantas, porque, como directora de la Normal, el mayor cuidado la consagraba a las jóvenes que estudiaban para maestras, pero nadie podía relevarla dignamente.
Encontrábamos pobre y confusa la explicación de la que la representaba. Y, como la sabiduría se impone tanto, a nadie concedíamos la respetuosa atención que a nuestra directora. Donde podían haberla admirado los hombres más eminentes, era en las clases de las aspirantes al título de maestra. El número de estas era inmenso, y entre ellas se encontraban algunas de más edad que mi directora. Otras sumamente ilustradas. Bastantes de familias aristocráticas, que, sin necesitar esa carrera, anhelaban un título que tanto enaltece a la mujer y que es el único que no le está vedado en España.
Como siempre he tenido afición de aprender, en las horas de recreo abandonaba los juegos infantiles y me ocultaba en un rincón del salón de las maestras para escuchar a mi directora en las clases superiores. Entonces lucía ella sus vastísimos conocimientos, su elocuencia ciceroniana, sus brillantes disposiciones para la oratoria. Aquel auditorio exigente se entusiasmaba tanto que, inconscientemente y turbando el silencio de los regios salones de aquella gran escuela, prorrumpía en bravos y aplausos, cuyo eco detenía por un momento el bullicio de las traviesas niñas que revoloteaban por los patios destinados a correr y jugar.
Aquella sublime mujer dominaba con la palabra a más de cien mujeres despejadas, altivas, orgullosas, audaces o irónicas las más.
Un día me sorprendió oculta por el caballete de la pizarra en un ángulo del salón. Y, al observar mi atención y verme convertida en estatua, del asombro, por la expresión de mi rostro, me concedió el título de oyente. Y desde entonces tuve un puesto en el salón de aquella clase, cuyas alumnas estaban cursando el último año de la carrera.
Confieso que me enorgullecí ante tal deferencia y me di toda la importancia que pude entre mis condiscípulas. Este rasgo era, indudablemente, un desbordamiento de mi amor a la gloria.
Mi directora era una gran literata, pero sus ocupaciones no le permitían escribir libros. Se limitaba a transmitir su ciencia a nuestro entendimiento.
Al salir del colegio, mi directora tuvo una gran pena. Sus primeras deferencias para conmigo se habían trocado en cariño.
Más tarde, cuando he obtenido algún triunfo superior a los triunfos escolares, mi directora ha gozado extraordinariamente en ese triunfo. Y yo jamás la he olvidado.
Afortunadamente existe todavía, aunque no sé si se halla al frente de aquella escuela de maestras y niñas. Sean estas líneas el eco de mi agradecido corazón a sus beneficios, el débil testimonio de mi entusiasmo y cariño eternal.
¡Benditas maestras!
¡Cuántas veces debemos a una maestra un porvenir lisonjero, una brillante posición social!
Gregoria Brun Catarecha (Hecho, Huesca, 1833–Zaragoza, 1885) era la segunda hija de Juan Brun Val y María Josefa Catarecha López. Sus abuelos paternos fueron Mariano Brun y Juliana Val. Y los maternos, Agustín Catarecha y Teresa López. En 1831 había nacido su hermano Juan Manuel.
Su padre, Juan Brun Val, administrador de la aduana de Siresa, falleció en 1834, durante la Primera Guerra Carlista (1833-1840), en los violentos sucesos de Hecho.
El día 27 de junio, huyendo del poder de los facciosos, fueron asesinados, D. Juan Brun Val, administrador de Siresa, residente en Hecho, D. Mariano Brun primo del anterior, hacendado, y D. Juan Antonio Pétriz, hacendado. (Cfr. La Revista Española, 12 de julio de 1834)
En 1837 la madre de Gregoria se volvió a casar y un tutor, Juan Antonio Brun, se hizo cargo de la educación de los dos hermanos. Ese año, a instancias del tutor, las Cortes permitieron que la pensión de viudedad de Doña María Josefa Catarecha, 750 reales, pasara a sus dos hijos, Juan Manuel y Gregoria, menores de cinco años. Esta pensión había sido otorgada por la valentía con que don Juan Brun y Val se había batido en la defensa del valle contra los carlistas. (Cfr. La Gaceta de Madrid, 7 de noviembre de 1837)
Gregoria debió de estudiar en una escuela privada de formación de maestras. Su hermano cursó los estudios en Huesca: bachillerato, en el Instituto Ramón y Cajal, y Magisterio en la Escuela Normal de Maestros.
En 1856 se creó en Zaragoza la Escuela Normal de Maestras y Gregoria, a sus veintitrés años, fue la primera directora y la primera maestra de una escuela pública del Ayuntamiento, que estaba anexa a la Normal.
Según la Guía de Zaragoza de 1860, dirigía una escuela laica del Ayuntamiento en la plaza Linán, 181, en la que se estudiaba para ser maestra. En esa escuela tuvo de alumna a Concepción Gimeno Gil.
En Zaragoza conoció a su futuro marido, Joaquín Lacambra Murillo, otro montañés, un farmacéutico carlista de Coscojuela de Sobrarbe, que tenía abierta una de las cinco Farmacias Centrales de España, en la calle Don Jaime Primero, 61. En 1865 figuraban juntos en varias colectas para bienes sociales. En 1866, Valentín Zabala Argote, un maestro zaragozano, en su libro La organización de las escuelas, la citaba como Gregoria Brun de Lacambra. Ese mismo año nació su hijo, Joaquín Lacambra Brun, un brillante abogado que estudió derecho en Zaragoza y llegó a ser Magistrado de la Audiencia Nacional.
En 1875 su carrera docente se vio alterada unos meses. Estuvo suspendida de empleo y sueldo en Estella:
La directora de la Escuela Normal de Maestras de Zaragoza, ha sido desterrada a Estella por haberse negado a firmar no sabemos qué juramento (Cfr. El Magisterio Balear, 4 de septiembre de 1875, p. 6).
Esta ausencia pudo estar condicionada por las consecuencias de la insurrección de su marido en Cantavieja (Teruel). En 1876 volvió a su cargo de directora de la Escuela Normal de Maestras y a ejercer de maestra de la escuela aneja.
Joaquín Lacambra Murillo fue un boticario muy brillante, conocido en toda España, no olvidemos que tenia una Farmacia Central, por sus pastillas febrífugas. En la Exposición Aragonesa de 1868, obtuvo una mención honorífica por su jarabe de rábano yodado. Pero, por encima de todo, fue un carlista convencido y una persona influyente. Difundió su ideología como redactor de Perseverancia, un periódico fundado en 1867 por Bienvenido Comín y Sarté, jefe del partido carlista en Zaragoza. Y en 1870 dirigió La Concordia, un nuevo periódico destinado a la misma causa.
En 1873, con motivo de la Tercera Guerra Carlista (1872-1876), lo nombraron gobernador de Cantavieja, responsable de un hospital de sangre y director de la escuela de cadetes que se estableció allí para formar oficiales. En 1874 provocó una insurrección de dos batallones contra don Alfonso de Borbón y fue sometido a un consejo de guerra, en el que lo condenaron a muerte. Pero los informes médicos lo declararon demente y, en lugar de fusilarlo, lo llevaron preso a la cárcel de La Cenia (Tarragona).
En 1885 doña Gregoria Brun Catarecha, a los cincuenta y dos años, falleció víctima del cóleraen plena actividad profesional.
En 1886, para cubrir su vacante, nombraron directora de la Escuela Normal de Maestras de Zaragoza a Pilar Lacambra Brun, que había sido Regente en los años anteriores. La coincidencia de apellidos me hace pensar en su hija, pero para asegurarlo tendré que esperar alguna documentación que lo acredite.
En la memoria colectiva quedó una brillante profesora que educó a muchas generaciones de maestras y permaneció en el recuerdo de alumnas como Concepción Gimeno Gil.
FUENTES PRINCIPALES.
Documentos de varios archivos provinciales y locales.
Noticias de la prensa histórica.
Domínguez Cabrejas, Rosa María (1989): Sociedad y educación en Zaragoza durante la Restauración (1874-1902). Ayuntamiento de Zaragoza, Vol. I y II.
Gimeno Gil, María de la Concepción (1877): La mujer española, estudios acerca de su educación y sus facultades intelectuales. Prólogo de Leopoldo Agustín de Cueto. Imprenta y librería de Miguel Guarro. Propiedad de la autora.
Pintos, Margarita (2016): Concepción Gimeno de Flaquer. Del sí de las niñas al sí de las mujeres.Plaza y Valdés Editores.
Romeo Pemán, Carmen (dir.), Gloria Álvarez Roche, Cristina Baselga Mantecón, Concha Gaudó Gaudó, Inocencia Torres Martínez (2018): La Zaragoza de las mujeres. Callejero. Ayuntamiento de Zaragoza. Disponible en:
Imagen principal: La desaparecida Universidad de Zaragoza de la plaza de la Magdalena. Archivo GAZA, Ayuntamiento de Zaragoza.
Tomado de la Fuente';https://letrasdesdemocade.com/2019/01/07/gregoria-brun-la-maestra-de-concepcion-gimeno-gil/?fbclid=IwAR2UI_MWRxidkvb8Vpa_vBdnpeK2xRuC-f_yWBhJdgQv_zMbN4-_oV1Z_Cc
Carmen Romeo Pemá
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