100 años de Verdún: cómo una de las batallas más sangrientas de la Primera Guerra Mundial cambió la vida de mi abuelo (y la mía)
- 21 febrero 2016
De todas las batallas de la Primera Guerra Mundial, la de Verdún fue la más larga y una de las más sangrientas. La llamaron "picadora de carne".
Este choque entre soldados franceses y alemanes, que tuvo lugar en el norte de Francia en 1916, obviamente cambió la vida de millones de personas.
Pero a mí me interesa Verdún en particular porque, en los 303 días que duró,alteró el destino de mi abuelo, Christian Seitz, y el de generaciones posteriores, yo incluido.
Siendo niño despertó mi curiosidad lo que se contaba de forma vaga en mi familia: que Opa había peleado en la Primera Guerra.
Por eso, cuando maduré me propuse averiguar más sobre la historia de mi abuelo alemán. Y descubrí que era extraordinaria.
Diecisiete años tenía cuando lo enviaron al Frente Occidental. ¡17 años! Yo era tan ingenuo a esa edad. No me imagino esperando en una trinchera a que el oficial dé la orden para salir a pelear cuerpo a cuerpo y matar o esquivar la muerte.
El carpintero del Volga
El labrador, carpintero y soldado Christian Seitz fue un hombre de largos periplos y duras experiencias. (Lo que les voy a contar surge de documentos, relatos familiares y muchos años de investigación personal).
Sus padres, Georg Seitz y Catalina Fossler, formaban parte de los "alemanes del Volga", aquellos que desde el siglo XVIII habían aceptado una invitación de la emperatriz Catalina II de Rusia para afincarse en la región del Volga, el río más largo de Europa.
"Georg y Catalina, luteranos de Prusia oriental, decidieron sumarse a esa ola migratoria en busca de una vida mejor, para hacer el trabajo que pudieran, sobre todo agricultura", me contó mi padre (ya fallecido), Arturo, en una larga conversación que por suerte grabé.
Christian nació el 22 de enero de 1899 en Sofiowka (según el último pasaporte que dejó), un pueblo del Imperio Ruso que quién sabe cómo se llama hoy.
Los Seitz vivieron allí un tiempo hasta que, siendo Christian aún un niño, decidieron volver a Prusia y establecerse en la ciudad portuaria de Pillau, cerca de Könisgberg (hoy Kaliningrado, Rusia).
Mi abuelo creció allí. Cuenta mi padre que su infancia fue modesta pero dichosa y que, durante la adolescencia, aprendió el oficio de ebanistería. Tuvo tres hermanos: Friedrich, Christoph y Adolf (nombre que más tarde –ya sabemos– sonaría a espanto).
Hasta que un día, cuando ya habían transcurrido dos años de la Primera Guerra Mundial, ocurrió lo que más temía la familia: el hijo mayor fue llamado al frente de batalla.
Cuando acababa de cumplir 17 años, la edad mínima para prestar servicio militar, Christian fue reclutado por la infantería del káiser alemán Guillermo II. Su destino: las trincheras de Francia.
En la "picadora de carne"
La batalla de Verdún empezó el 21 de febrero de 1916 y acabaría el 18 de diciembre de ese mismo año.
El 5º Ejército del Imperio Alemán, bajo el comando del general Erich von Falkenhayn y con mi abuelo en sus filas, atacó el frente enemigo en la ciudad francesa a orillas del río Mosa.
Von Falkenhayn quería que la batalla durase mucho tiempo para infligir la mayor cantidad de bajas posibles entre las tropas de Francia.
Todo empezó con un ataque de artillería alemán de 21 larguísimas horas. Este cañoneo a una escala nunca antes vista en una guerra acabó con los primeros puestos defensivos del enemigo, que fueron capturados por los alemanes casi sin resistencia.
Christian esperó en el hacinamiento de las trincheras frías, húmedas, sucias, malolientes e infestadas de ratas a que el fuego cesara y avanzó a pie junto a sus compañeros, empuñando su fusil con bayoneta.
Algunos soldados llevaban lanzallamas para despejar las fosas enemigas.
Mi abuelo no contaba mucho de aquella experiencia; como muchos veteranos,prefería que su familia desconociera el horror que vivió. Por eso, los recuerdos son vagos y los detalles se perdieron en el tiempo.
Brutal
Lo que sabemos, según le contó a mi padre, es que el combate se volvió brutal.
En la batalla de Verdún estaba en juego la región de Alscacia-Lorena, que Prusia reclamaban como propia y que los franceses habían convertido en un símbolo de su soberanía territorial.
Cuando los alemanes capturaron Douamont, el mayor fuerte en la zona, Francia decidió lanzar un fuerte contraataque. Y así comenzó una seguidilla de acometidas y repliegues, de ocupaciones y reconquistas, en torno del Mosa.
En los combates hubo de todo y con profusión: bombazos, balazos y bayonetazos. Y el espantoso gas venenoso.
Para diciembre, los franceses lograron recuperar prácticamente todas las posiciones que habían perdido desde febrero.
Fue derrota y retirada para los alemanes. Pero el costo humano fue altísimo para ambos bandos: la batalla dejó 800.000 víctimas entre muertos, desaparecidos y heridos.
Una catástrofe bélica sin antecedentes hasta el momento.
La Cruz de Hierro
Los historiadores coindicen en que, más que en un enfrentamiento estratégico, Verdún acabó siendo una "batalla de desgaste", una cuestión de orgullo entre dos naciones.
Sangre, sufrimiento, enajenación y absurdo son palabras muy usadas para describir lo que ocurrió.
Mi padre recuerda que, en medio de esa locura, Christian tuvo un acto de valor en combate que le valió la Cruz de Hierro de Segunda Clase, una condecoración reservada a soldados rasos. De nuevo, mi abuelo no contó (ni quiso contar) por qué le dieron la medalla.
Cuando me dispuse a averiguar en los archivos castrenses alemanes en qué consistió ese acto, no tuve éxito. Los documentos prusianos fueron destruidos durante la Segunda Guerra Mundial.
Pero mi abuelo guardaba esa medalla en un cajón –mi padre llegó a tenerla en sus manos– hasta que perdimos su rastro en una de sus tantas mudanzas de los Seitz.
Christian salió con vida de la batalla de Verdún. Fue uno de los afortunados, sólo sufrió heridas leves.
¿Había matado? Seguro. ¿A cuántas almas? Nunca lo iba a decir. ¿Había perdido a algún amigo? Quizás. ¿Había llorado? No me cabe duda. ¿Se había sentido alienado, profundamente afligido? Casi con certeza.
Me hubiera gustado preguntarle todo esto y una infinidad de cosas más. Pero yo era muy pequeño cuando murió en 1976. Nos conocimos a destiempo.
En un bosque impenetrable
Cuando ya había terminado el conflicto, empobrecido y sin esperanza en la Alemania de posguerra, mi abuelo decidió irse muy, muy lejos de allí. Quería dejar atrás –y para siempre– el espanto en el que se había metido Europa.
Y uno de los destinos de los emigrantes alemanes era Argentina, por entonces una economía agroexportadora pujante y donde parecía haber grandes posibilidades de progreso en un territorio que parecía interminable.
Con sólo 21 años, aún soltero, Christian se despidió de sus padres y abordó elbuque "Gelria" en el puerto de Ámsterdam, Holanda.
Después de una larga travesía, arribó al Puerto de Buenos Aires el 15 de octubre de 1920, según documentos que me facilitaron en el Museo de la Inmigración de Argentina.
Desde la capital argentina se trasladó al pequeño pueblo de Quehué, en la provincia central de La Pampa, donde trabajó como labrador en campos cuyos dueños poco pagaban. Pero estaba bien por un tiempo.
Allí se enamoró de una joven de origen alemán, Emma Justus, con quien se casó. Mi padre, Arturo, nació en 1931.
Era una época de colonización de territorios en Argentina. El gobierno ofrecía nuevas tierras fiscales para iniciar actividades agrícolas en zonas nunca antes explotadas. Y muchos inmigrantes que querían mejorar su situación se unieron a esa aventura.
Entre ellos mis abuelos, que decidieron probar suerte en el norte del país, cuando Arturo tenía apenas unos meses.
"Era como participar en una expedición como las de los Westernsestadounidenses, en las que la gente se trasladaba de una lugar a otro y creaba nuevos establecimientos o colonias", me explica mi padre.
Llegaron en la localidad de Juan José Castelli, en la provincia nororiental de Chaco, al borde de El Impenetrable, un bosque tupido de abundante flora y fauna y de dificilísimo acceso. En medio de un sol calcinante y un calor aplastante, los Seitz se dedicaron a labrar la tierra.
Las condiciones de vida eran muy duras y precarias en el campo. Tres hermanos de mi padre murieron en el parto o poco después. El resto –Erna, Hilda, Rodolfo, Erwin y Urusula– logró venir al mundo allí donde los Seitz se encontraban en medio de su itinerario.
Batalla final contra el cáncer
Cuando algunos de los hijos de Christian comenzaron a ir a estudiar a Buenos Aires, los Seitz se mudaron otra vez. Sí, una más pero la última. En esta ocasión a Villa Ballester, al noroeste de la capital, donde mi abuelo trabajó construyendo muebles hasta el día de su muerte.
Yo nací en esa misma localidad cuando él se encontraba en el tramo final de su vida: tenía 71 años.
Lo recuerdo alto, serio, callado, reservado, pero muy cariñoso. Le gustaba subir a los nietos a su regazo y cantarles. Me quedó grabada la canción tradicional alemana: Kuckuck, Kuckuck, rufts aus dem Wald... ("Cucú, cucú, llama desde el bosque").
Me acuerdo de él tocando la armónica con la que había "matado" el tiempo en las trincheras y hablándonos en alemán para que no perdiéramos el idioma.
Era un hombre endurecido por los golpes de la vida, pero que conservaba su complexión robusta y su cabello negro. Se lo veía tranquilo ante las adversidades, incluso cuando le diagnosticaron cáncer de colon. Aun cubierto de sondas, jugaba con nosotros sin quejarse.
Hasta que un día de 1976, cuando yo tenía 6 años, fue hospitalizado y perdió la batalla con la enfermedad.
Pasaron muchos años hasta que tomé conciencia de cuán importante era para mí la historia de mi abuelo. Fue cuando, en 2000, visité por primera vez el Museo Imperial de la Guerra en Londres.
Al recorrer una reconstrucción hiperrealista de una trinchera –incluso con olores– pude aproximarme, aunque más no sea un poco, a lo que él vivió durante la Primera Guerra Mundial.
Hoy, que soy más maduro y he leído e indagado más, quisiera tenerlo frente a mí y rogarle que me contara más detalles sobre su vida.
Y le diría algo que lo pondría orgulloso: que muchos documentos importantes sobre su historia (mi historia) están bien guardados en mi casa paterna, en una gran cajonera de roble oscuro que él construyó con sus propias manos.
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