La enigmática ciudad inca, encajada en medio de los Andes peruanos, es un enclave viajero mítico
Cusco, el punto de partida, es una ciudad que sorprende. Ubicada en medio de los Andes peruanos, en un valle a 3.400 metros de altitud, la antigua capital del imperio inca ofrece una colorida amalgama de mercados callejeros, iglesias barrocas y edificios coloniales. Se trata del lugar ideal para empezar a aclimatarse a la altitud antes de emprender la ruta a la ciudadela de Machu Picchu, a 112 kilómetros de distancia. Ya sea en tren, en autocar o a pie, el recorrido se disfruta yendo sin apuro, contemplando el paisaje a ritmo lento.
La leyenda cuenta que Manco Cápac, el primer gobernador de los incas, fundó la ciudad-estado de Qosqo en el siglo XII en las afueras de lo que hoy es la Plaza de Armas, tras una revelación de Inti, el dios Sol. El lugar se convirtió en el centro del Reino de Cusco, que luego se expandió hasta formar el Tawantinsuyu, el imperio precolombino más grande de América. La ciudad se convirtió entonces en el centro administrativo, político y militar de un territorio que abarcaba desde el sur de Colombia hasta el centro de Chile.
En la actualidad Cusco es la puerta de entrada al Valle Sagrado, centro del universo inca gracias a sus fértiles tierras y su espectacular paisaje de ríos, cerros y quebradas que se extiende entre las poblaciones de Písac y Ollantaytambo. Accesibles en trayectos cortos en autobús, hay poblados con mercados y ruinas fascinantes. Una de las paradas más coloridas es el pueblo de Chinchero, a 28 kilómetros de Cusco. Todos los domingos, sus habitantes montan un mercado en la plaza y ofrecen flores, frutas, verduras, artesanías y telas con motivos tradicionales. Este mercado indígena nació como un espacio para el trueque de productos y hoy sigue siendo un reflejo de la vida cotidiana de los pueblos andinos.
Chinchero es también el punto de acceso a uno de los rincones más peculiares del viaje: las terrazas de cultivo de Moray. A primera vista parece un anfiteatro gigante en el que los incas tallaron círculos concéntricos hasta formar bancales hundidos en la tierra. Las diferencias de humedad y temperatura entre los bancales superiores e inferiores y su grado de exposición al sol crean una veintena de microclimas. Los incas utilizaban Moray como centro de investigación agrícola y para calcular el volumen de la cosecha en las distintas zonas del imperio. Las vecinas salineras de Maras producen otro impacto visual, con su aspecto de cajones abiertos en la ladera de la montaña. Son más de 3.000 estanques de 5 metros cuadrados y poca profundidad que se usan desde tiempos preincaicos para obtener sal por evaporación del agua.
La última parada del Valle Sagrado suele ser Ollantaytambo, un pueblo a 60 kilómetros de Cusco. Fue la residencia de la nobleza, un centro ceremonial y el fuerte de Manco Inca Yupanqui, el líder de la resistencia contra los conquistadores. Por eso, hoy se pueden ver las ruinas de la que fue la mayor fortaleza defensiva del imperio inca. EnOllantaytambo, los caminos de los viajeros se bifurcan: algunos se suben al tren que va directo a Aguas Calientes, al pie de Machu Picchu, otros comienzan el trekking siguiendo el Camino del Inca, y otros eligen rutas alternativas. Todos conducen al mismo destino: Machu Picchu.
Los incas trazaron una red de caminos de 30.000 kilómetros que atravesaba los seis países del Tawantinsuyu. Se llamaba Capac Ñam, que en quechua significa Camino Real o Camino del Inca, y fue la red vial más larga y avanzada de la Sudamérica precolombina. Su tramo más famoso son los 43 kilómetros que van del poblado de Chillca a Machu Picchu y que recibe el nombre de Camino Inca. La caminata de cuatro días empieza en el kilómetro 82 de la vía férrea que va de Cusco a Aguas Calientes; a partir de ahí se siguen senderos de tierra y puentes colgantes que cruzan valles, montañas, selvas, bosques, ríos y ruinas incas. El recorrido termina en la Puerta del Sol, la entrada principal a Machu Picchu. Allí, muchos caminantes, desbordados de emoción, lloran mientras ven por primera vez la ciudad oculta entre las montañas.
Desde la cima del Huayna Picchu aparece la vista panorámica de la mayor obra arquitectónica y de ingeniería que legaron los incas
Pero no todos van en tren o a pie a Aguas Calientes, la población desde donde se hace el ascenso final a Machu Picchu. Hay quienes eligen llegar por vías alternativas y más económicas, pero no menos impresionantes. Una de las «rutas de atrás» parte de Cusco en autobús local o combi hacia las localidades de Santa María y Santa Teresa –casi siete horas en total– y después sigue a pie junto a la vía del tren hasta Aguas Calientes, a 15 kilómetros desde la Hidroeléctrica. Sea cual sea la ruta escogida, el premio es magnífico: la visita a uno de los sitios arqueológicos más enigmáticos del planeta.
Aún hoy las certezas acerca de Machu Picchu son escasas. Se sabe que los incas lo construyeron alrededor de 1450 y que lo abandonaron cien años después, tras la conquista española. Su aislamiento geográfico, entre selva y montañas, hizo que pasara desapercibido hasta 1911, cuando el historiador estadounidenseHiram Bingham alcanzó las ruinas gracias a los pastores locales y divulgó sus vestigios al resto del mundo. Algunos investigadores creen que era el lugar de descanso de la realeza inca, otros piensan que acogía un centro ceremonial o una fortaleza militar.
Una vez ahí, lo importante es apreciar el valor y el estilo de vida de aquella civilización y disfrutar del paisaje. Para esto último vale la pena subir el Huayna Picchu, la montaña que se ve de fondo en todas las postales de Machu Picchu. El ascenso es empinado y lleva una hora, pero lo que se contempla desde arriba es el cierre magistral del viaje. Cuando la niebla se despeja, desde la cima del Huayna Picchu aparece la vista panorámica de la mayor obra arquitectónica y de ingeniería que legaron los incas. Después de contemplar esa maqueta silenciosa, con los pies colgando del borde de la montaña, será muy difícil convencerse de que debemos bajar y regresar a nuestra civilización.
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