Aristóteles y la ruptura de Federico Nietzsche
Publicado el: 14 enero, 2017
Por: Fernando I. Ferrán
e-mail: info@hoy.com.do
En otro momento he sostenido que la filosofía occidental, extendida hasta Schopenhauer, dista de ser algo más que una apostilla de Aristóteles. Pero de inmediato advertí que ser tal apostilla no significa que no haya contradicciones y hasta contrariedades. Es más, existe una ruptura radical, profunda, visceral y a mi entender irreversible del pensamiento occidental con el aristotélico y con sus múltiples variantes y reapariciones a lo largo de los últimos 24 siglos de historia en Occidente.
Nietzsche. Esa ruptura no se la debemos ni a la Edad Media, ni a la Aufklärung y el yo consciente de sí mismo de la modernidad, ni al idealismo o algún otro ismo posterior. La ruptura irrumpe en este gran teatro del mundo con la expresión poética de Federico Nietzsche (1844-1900), verdadero heredero de la genial intuición volitiva de Schopenhauer.
Según Nietzsche, para acabar con todo el engaño que entraña la vieja civilización judeocristiana del mundo occidental, basta filosofar con una mandarria. Lejos de reflexionar con una moral de esclavos, sumida en sus propias razones, soliloquios y genuflexiones, hay que apelar a la voluntad de un superhombre irreverente, entronizado por su imaginación y poder.
En efecto, según él la cultura occidental está viciada desde su mismo origen, cuando intentó instaurar la racionalidad a toda costa. Los unos amparados por el “estatismo del ser” (Parménides), los otros por la idea del “bien en sí” (Platón) y todos los demás por el engendro de la “lógica” (Aristóteles).
A esa conclusión llega el filósofo y gran maestro de la sospecha a través de la distinción de dos principios fundamentales, el apolíneo y el dionisíaco. Los dos dioses griegos, Apolo y Dionisio, son los representantes de tan original visión.
Apolo representa la serenidad, claridad, la medida y el racionalismo, es la imagen clásica de Grecia. Dionisio, sin embargo, es lo impulsivo, lo excesivo, lo desbordante y delirante, la afirmación de la vida, el erotismo y la orgía como culminación de este afán de vivir, es decir sí a la vida a pesar de todos sus dolores. La influencia de Schopenhauer cambia de signo y en lugar de la negación de la voluntad de vivir, Nietzsche pone esa voluntad en el centro de su pensamiento.
Transpuesta esa intuición al mundo intelectual, el proceso de formación de un concepto supone para él que una sensación pasa a una imagen mediante una metáfora intuitiva, y de la imagen se pasa al concepto mediante la fijación de esta metáfora. Por tanto, el lenguaje tiene un valor metafórico. Resulta de un proceso creativo y estético, y su validez es relativa. No permite captar la verdad de una forma absoluta, sino tan solo dejar atrás el caos que produce en nuestra mente el intento de cernir aquello que es de por sí indefinidamente cambiante.
A partir de esa contraposición radical entre concepto y metáfora, Nietzsche concluye que toda la filosofía occidental se limitó a reprimir los planteamientos dionisíacos para ofrecer una visión apolínea del mundo.
Para asumir su discurso y exponer la perspectiva dionisíaca, Nietzsche adversa el principio de la individualización.
Ese principio fue expresado en el platonismo por la idea del uno, posteriormente Aristóteles la pasó a la substancia individual y el cristianismo la condujo por obra y gracia de la transubstanciación a la idea de Dios. Si negamos a Dios, –que ha muerto porque nosotros lo matamos, –paradójicamente–, a pesar de tanta sumisión servil de nuestra parte–, negamos los ideales apolíneos y afirmamos la infinita multiplicidad dionisíaca, de tal manera que cada quien pueda expresar su propia verdad y adorar sus propios dioses. Surge así, no la unidad del individuo sino una diversidad de ellos sin unidad ni sentido ni conexión ni orden preestablecido capaz de sojuzgar la voluntad y la imaginación.
El nihilismo. La cultura europea se agota así en su propia decadencia monoteísta y uniforme. Y eso así por una sencilla razón: dicha civilización únicamente se sustenta en el monólogo de una empobrecida razón carente de vigor y dependiente de una moral teológica asentada en la presión que ejerce en las instituciones por su carácter normativo más que “aspiracional” (Bergson).
Como remedio, Nietzsche propone extirparle su racionalismo y valores falsos y devolverle entonces el vigor perdido por medio de una transmutación de todos los valores. Es esa intuición la que conduce al nihilismo.
Ese nihilismo que desvaloriza los más altos valores no consiste en una teoría filosófica o en una proposición teórica, o en el mero reemplazo de algún concepto de unidad por la incontenible fuerza de la vida, sino un movimiento propio de nuestra cultura que diluye la causalidad y la finalidad como fuentes de explicación y de sentido de cada deseo, de toda acción humana y de la misma historia.
A todas luces, estamos en las antípodas del ser racional y social de Aristóteles y de todas y cada una de sus transmutaciones ulteriores en la historia de la civilización occidental
Nietzsche. Esa ruptura no se la debemos ni a la Edad Media, ni a la Aufklärung y el yo consciente de sí mismo de la modernidad, ni al idealismo o algún otro ismo posterior. La ruptura irrumpe en este gran teatro del mundo con la expresión poética de Federico Nietzsche (1844-1900), verdadero heredero de la genial intuición volitiva de Schopenhauer.
Según Nietzsche, para acabar con todo el engaño que entraña la vieja civilización judeocristiana del mundo occidental, basta filosofar con una mandarria. Lejos de reflexionar con una moral de esclavos, sumida en sus propias razones, soliloquios y genuflexiones, hay que apelar a la voluntad de un superhombre irreverente, entronizado por su imaginación y poder.
En efecto, según él la cultura occidental está viciada desde su mismo origen, cuando intentó instaurar la racionalidad a toda costa. Los unos amparados por el “estatismo del ser” (Parménides), los otros por la idea del “bien en sí” (Platón) y todos los demás por el engendro de la “lógica” (Aristóteles).
A esa conclusión llega el filósofo y gran maestro de la sospecha a través de la distinción de dos principios fundamentales, el apolíneo y el dionisíaco. Los dos dioses griegos, Apolo y Dionisio, son los representantes de tan original visión.
Apolo representa la serenidad, claridad, la medida y el racionalismo, es la imagen clásica de Grecia. Dionisio, sin embargo, es lo impulsivo, lo excesivo, lo desbordante y delirante, la afirmación de la vida, el erotismo y la orgía como culminación de este afán de vivir, es decir sí a la vida a pesar de todos sus dolores. La influencia de Schopenhauer cambia de signo y en lugar de la negación de la voluntad de vivir, Nietzsche pone esa voluntad en el centro de su pensamiento.
Transpuesta esa intuición al mundo intelectual, el proceso de formación de un concepto supone para él que una sensación pasa a una imagen mediante una metáfora intuitiva, y de la imagen se pasa al concepto mediante la fijación de esta metáfora. Por tanto, el lenguaje tiene un valor metafórico. Resulta de un proceso creativo y estético, y su validez es relativa. No permite captar la verdad de una forma absoluta, sino tan solo dejar atrás el caos que produce en nuestra mente el intento de cernir aquello que es de por sí indefinidamente cambiante.
A partir de esa contraposición radical entre concepto y metáfora, Nietzsche concluye que toda la filosofía occidental se limitó a reprimir los planteamientos dionisíacos para ofrecer una visión apolínea del mundo.
Para asumir su discurso y exponer la perspectiva dionisíaca, Nietzsche adversa el principio de la individualización.
Ese principio fue expresado en el platonismo por la idea del uno, posteriormente Aristóteles la pasó a la substancia individual y el cristianismo la condujo por obra y gracia de la transubstanciación a la idea de Dios. Si negamos a Dios, –que ha muerto porque nosotros lo matamos, –paradójicamente–, a pesar de tanta sumisión servil de nuestra parte–, negamos los ideales apolíneos y afirmamos la infinita multiplicidad dionisíaca, de tal manera que cada quien pueda expresar su propia verdad y adorar sus propios dioses. Surge así, no la unidad del individuo sino una diversidad de ellos sin unidad ni sentido ni conexión ni orden preestablecido capaz de sojuzgar la voluntad y la imaginación.
El nihilismo. La cultura europea se agota así en su propia decadencia monoteísta y uniforme. Y eso así por una sencilla razón: dicha civilización únicamente se sustenta en el monólogo de una empobrecida razón carente de vigor y dependiente de una moral teológica asentada en la presión que ejerce en las instituciones por su carácter normativo más que “aspiracional” (Bergson).
Como remedio, Nietzsche propone extirparle su racionalismo y valores falsos y devolverle entonces el vigor perdido por medio de una transmutación de todos los valores. Es esa intuición la que conduce al nihilismo.
Ese nihilismo que desvaloriza los más altos valores no consiste en una teoría filosófica o en una proposición teórica, o en el mero reemplazo de algún concepto de unidad por la incontenible fuerza de la vida, sino un movimiento propio de nuestra cultura que diluye la causalidad y la finalidad como fuentes de explicación y de sentido de cada deseo, de toda acción humana y de la misma historia.
A todas luces, estamos en las antípodas del ser racional y social de Aristóteles y de todas y cada una de sus transmutaciones ulteriores en la historia de la civilización occidental
No hay comentarios.:
Publicar un comentario