Ylonka Nacidit Perdomo: “Alzar el vuelo”
Ícaro voló en solitario. No hizo ademán alguno que interfiera con la plenitud de gloria que sentía. Se hizo al vuelo, y dibujó (llevado por el viento) círculos en claves como testimonio de su convicción de que no era una fantasía. ¿Desentrañaba un enigma? Expuesto al incandescente sol no cegaba, sino que abría más sus alas, olvidando cómo estaban adheridas a su espalda; sólo tenía un yo, un prodigioso yo para que su figura se hiciera ilusión, una gracia, en la extensión del cielo que no tiene redondez que compartir con el Verbo. “Intentar” volar, “querer” volar ¿Hacia dónde? ¿Cómo?, y ¿Por qué? ¿En la claridad o en la nocturnidad?, hacia otros lugares donde el viento no aprisione a los sentidos, y sólo se evoque la tenue lluvia que se hace lágrimas de los ángeles. Así era entonces el “deseo” inocente de esa búsqueda incesante de aprender a volar; era como conquistar a los espejos conexos que trae todas las rutas de la vida, distanciándose del borde de las cenizas, de las raíces del árbol, de las cicatrices de la Historia.
Volar era como un llamado prodigioso de Ícaro, para ir a residir a otro lugar de la tierra, donde se pudiera armar un puente extendido sobre las líneas de la fantasía; era el anhelo de sorprender a los que esperan que todos los “juegos” de la vida se adopten como abrazos, no como presagios de caídas que resquebrajan a la mañana que se abre como las flores en primavera, que nos espera.
Volar son dos sílabas. Es como decir “tú” y “yo” emprenderemos un vuelo sin las mayúsculas imperativas que trae el ruido de la imposición. Hace un siglo que volamos, y así, no obstante, perpetuamos el mito de Ícaro, el que por sí mismo hizo lo inesperado, aun después de su lamentable caída. Todos al volar nos jugamos las dos caras de una misma moneda: la vida y la muerte. Sin embargo, al hacerlo, paradojamente, elaboramos nuestras nuevas memorias y testimonios, con el mejor cómplice a nuestro lado: el tiempo, ese elemento de la nada que no se puede disolver en sí mismo, pero que está haciendo afirmaciones, negaciones o desbordando por siempre el presente de preguntas. ¡Ah, el tiempo!, el único conjuro que lo vulnera todo, que tizna el ayer y el hoy, el cómplice de la palabra, para ser orfebre –si Dios me deja-, de las cicatrices de la duda, de las heridas que rompen al corazón en dos, cuando todo se derrumba en cascada. Sólo el tiempo se hace un caracol, un caracol duro que se nombra y desnombra, que seduce convertido en metáfora. El que se hace al vuelo es como si lo hiciera dentro de un caracol, por ello no teme desde las alturas construir sueños propios, dominar los espacios cuando hace el viaje junto al viento, y cuando es alado por imborrables señales celestiales.
Así, entiendo que, el que se hace al vuelo no se deja sacudir por tormentas ni espectro alguno; aún cuando sea frágil su cuerpo, podrá evocar los bastiones que le esperan para el descanso. El que se hace al vuelo deshilvana todas las esperas, hace inscripciones sobre el telar en que alude a lo que aspira a ser.
Fue iniciado el siglo XX cuando se empieza a conocerse del espíritu “aventurero” de quienes desean elevarse a las alturas, de hacerse al vuelo, de conquistar la aureola de triunfo que da el laurel, al ser un intrépido que llega hasta los rayos del sol. Se buscaba la hazaña de ir más lejos que el águila o el cóndor. Los cables de prensa venían de Europa. Carlos Luis de Cuenca, redactor de La Ilustración Española y Americana, destacaba en octubre de 1913, en el año fatídico en que se produjo el siniestro de la explosión del dirigible alemán “Zeppelin L—2” en Johannistral, y en el cual el Presidente Carlos F. Morales Languasco estableció el récord de ser el primer dominicano que se hizo al vuelo, en el aeroplano Sallard, partiendo desde el “aeródromo de Vidamee en un vuelo de 600 metros de altura, que era entonces una verdadera proeza” [1] que: “Estamos en pleno período de proezas de aviadores: nos maravillamos del atrevido vuelo de Garros sobre el Mediterráneo, y hoy nos volvemos a maravillar ante el recorrido de doscientos kilómetros en cincuenta y nueve minutos cuarenta y cinco segundos, efectuado por Prévost, que ha ganado la copa Gordon-Bennet. Este vuelo, hablando en términos deportivos, ha batido todos los records del mundo en todos los géneros de locomoción.” [2]
Aun cuando algunas de estas hazañas tuvieron sus revés, y que se hacían añicos frágiles aeroplanos, provocaba fascinación hacerse al vuelo, crecerse capaz con alas de metal de hacerse a la “fuga” como una garza a otros espacios, abrirse los ojos a la mar, ¡oh, la mar!, en travesía por el Mediterráneo de siete horas y cincuenta y tres minutos de Reims (Francia) a Bicerta (Túnez). No obstante, se escribían páginas y páginas con sus cicatrices en la Historia, de esa “esquizofrenia” de aviadores que desmitificaba lo imposible: No caerse a la tierra como Ícaro.
Un año después, en las riberas del Ozama, para que no se creyera que era una ficción hacerse al vuelo, nos encontramos con el pueblo dominicano como público espectador disfrutando de esa experiencia. El aviador Frank Burnside en un aeroplano se hizo al vuelo, y al hidralizar [sic] en el río recibió aplausos efusivos. [3]
Charles Lindbergh se hizo al vuelo en el “Espíritu de San Luis”. Cruzó el océano Atlántico por primera vez, y llegó al país en 1927. Rafael Leónidas Trujillo estuvo en la Comisión de oficiales, designada por el Presidente Horacio Vásquez, que lo recibió en el aeródromo como un Héroe.
Años después, cuando el Zeppelín sobrevoló la Mansión Presidencial en 1933, la ciudad de Santo Domingo se impregnó de fascinación. En vuelo alto se encontraba la maravillosa obra de aeronáutica alemana. Flotando. Mostrándose altivo, en majestad, victorioso, llegado con el aviso de que era como una esfinge horizontal suspendida en la atmósfera. Las masas de la ciudad lo vieron cincelado, sin estar con alas algunas. No era un mito ya lo que los ojos veían: volar era posible (se murmuraba), porque se iría más rápido que las bandadas de los pájaros.
Pero el Zeppelín trajo consigo lo que no se advertía aún, y se pensaba como no posible: la ceguera de la mirada, la inadvertencia de que, realmente hay aves de mal agüero que no agradan con su vuelo al cielo. El 33 nos empujaba ya a la adversidad, a que los ojos que se creían abiertos fueran golpeados por espesas sombras, como las de aquella tarde. Era la reafirmación de un espantoso eclipse que se vistió se lo súbito, y de la “gloria”. De 1930 a 1961 fuimos un pueblo moribundo, y quién quita que ahora no lo seamos. Moribundo, porque lo infame lo cubre todo, o casi todo, y se sepultan cadáveres que llegan a las tumbas arrastrados por la violencia. Moribundo, porque se puede correr la mala suerte de sufrir un martirio, de ser desgraciados por la inquietante ponzoña de los que se doblegan al poder. Moribundo, porque no hay plegarias de vida que se cumplan, y la amenaza más cruel es que voces anfibias y famélicas se hagan rebaños que diezman la dignidad. Moribundo, porque las mieles vanas que se ofrecen se sirven advirtiendo que un agujero se puede hacer una fosa. Moribundo, porque se extingue la chispa vital de querer de la existencia un momento donde el alma se despoje de las envolturas del miedo, y se pueda hacer el vuelo para un reencuentro con lo devorado por la faz altanera de los que vienen a cubrir de polvo el pasado.
Un pueblo es moribundo cuando se entrega al silencio; cuando se guarda debajo de la silueta de los que trazan las emboscadas para que la mirada se haga cenizas. La mirada del miedo no es inquieta, sino de cenizas porque palidece. No se estremece, se niega a destruir lo fetico, porque no se reconcilia con las pupilas. Está desenroscada de las otras iguales a ella. No conoce a la otra. La evita. No obstante, erguida luego, mirando lo incendiario de lo visible, vuelve los ojos ante los presagios, y juzga a causa del espanto que debe “alzar el vuelo” para escapar “del amo furioso y salvaje”.
Cuando la dictadura de Trujillo pocos pudieron “alzar el vuelo” para escapar del peligro, no de un cachorro con garras, sino de un cazador con hambre de sangre, puesto que en la Era andaba el peligro como un tigre, encubriéndose, confundiéndose, maniobrando con sus cómplices, yendo por las madrugadas detrás de su presa, a la hora en que se visitan los que no escuchan, y a los que con su astucia se empeñan en callar a los desmemoriados.
Entonces, no hubo Ícaro que pudiera volver a tratar de emprender un vuelo de cara al sol, que lo lleva a un rincón del cielo, donde la mirada del cazador no lo encontrara. Lo que ocurrió es que, muchos Ícaro padecieron, cayendo derribados desde las alturas por la tiranía.
… Transcurrido un tiempo (que suman casi seis décadas) escucho en el mismo tono de ayer, de manera vociferante, a otros que lanzan el grito retador del destino de querer “alzar el vuelo”. Lo escucho como en cascada. Esa frase recorre como trotamundos los rincones del país, como si “alzar el vuelo” fuera un derecho positivo, de quinta generación, inherente a todos, y que se asume telúricamente como un estado de necesidad o de conciencia.
“Alzar el vuelo” tiene tantos significados, que no se desvían del interés de quien lo dice. ¡Se huye, se huye! Se considera como la única salida para los que se avergüenzan de lo turbio y podrido que está el ambiente. No es un deseo que se colma sólo de sentimientos y de impotencia. Es la asfixia con categoría de alarido. Se expresa cuando no hay nada que adorne a la vida. Es la preparación, el primer paso, para creer que se puede mejorar la existencia en otro lugar. No es llanto, sólo el remedio deseado.
“Alzar el vuelo”… pareciera como un argumento para la emancipación, para hacer real y efectiva la libertad adquirida luego de la restricción de transitar ante la constante inseguridad. Es como si un insecto picara el cuelo, y luego se alojara en la garganta. Es la voz hastiada ante el agravio que no deja otra opción que querer construir una verdad angular, que no se derribe de lo que se insinúa, de lo que se muestra como realidad. Es una opción expresada abiertamente, que se decide ante la miseria: esa que se hace opresión, que se encuentra en los cuatro puntos cardinales, que abarca la mitad de todos, o más aún, que se asume como natural, que guía los entuertos que acepta la sociedad que se niega a rechazar el sufrimiento.
“Alzar el vuelo”… es un golpe al pecho, una salida única, no innoble. Una reflexión que se agita, que despierta emociones encontradas. Una útil manera de soñar con lo bueno, con lo que se espera encontrar lejos. Es la única ilusión que se “permite” tomar como principio de un posible cambio. Nadie quiere vivir -a conciencia- en una sociedad que no se escandaliza ante las maniobras de enturbiamiento de la verdad, donde todo se hace desgracia, desprecio, ambición, controversia, escándalos, porque es un pueblo sobreviviente, moribundo desde la Era.
Quizás sea cierto, es mejor decir que sobrevive, primariamente, entre feroces vencedores y vencidos notables; entre vencedores violentos, y vencidos abnegados por el sacrificio. Es un pueblo que hace ofrenda ante los altares del silencio; que guarda la pasividad como segunda piel; la subordinación como respuesta de los débiles; la hipocresía como la razón donde se funda el poder. Difícil, entonces, no pensar en una rebelión abstracta, que no está malgastada, que se hace un mundo borroso, una tempestad, una biografía anhelada, un aversión a todas las crónicas periodísticas, a esa ambivalente alianza entre aceptar el prejuicio y “dejarlo así”, y no ser un insidioso, un contradictor de lo que no se interroga.
¿Quién no ha querido emprender ese viaje, de “alzarse a vuelo”, del no regreso sin culpabilidad alguna? La frecuencia de “alzar el vuelo” es cada vez más frecuente, y con connotaciones más expresivas. “No importa que afuera las cosas estén malas, aquí está peor”, puesto que se critica cada día cómo es que “otros” (que no son otros, sino conocidos) tienen tanto éxito económico, y la “gente trabajadora” no compone nada. Ni aún manifestándose en las calles nada se resuelve. Los insatisfechos ya son parte de una minoría discriminada. La igualdad se hace circunstancia. Se protege a los que no pueden ser iguales a los desigualados, esos que se tropiezan con las migajas de las concesiones, que no gozan del tremendo “éxito” de los otros que se enriquecen ilícitamente y que tienen el privilegio de que sus problemas tienen la solución añorada.
“Alzar el vuelo” se estratifica. Está en proporción con los que asumen el compromiso de la moralidad, de lo ético, de los que han encontrado todos los obstáculos insalvables para torear con “lo difícil que está la situación”, que no son simples “buscavidas” o testaferros que convidan a ir detrás de jugosas “oportunidades” que existen para los que se abonan al silencio.
“Alzar el vuelo”, gústenos o no, se hace efervescencia, compromiso de viaje, de reencuentro, movilidad, agitación. Sencillamente, es la posibilidad de encomendarse a la gracia de Dios, al cruzar el mar con la voluntad aliviada de los tormentos, para no hacerse un villano despiadado, un reaccionario neurótico que se engaña a sí mismo de que es “posible un cambio”. Es el salvoconducto para la paranoia general. No hay frase que seduzca más que ésta, y se dice cuando hay una primera vez en que se queda absorto por el horror. Se siembra como una semilla en el estómago, no solo en la imaginación, y va recorriendo todos los nervios del cuerpo, estimulándolos, dándole la disposición de que hay que moverse, ¡huir!
“Alzar el vuelo” no es una percepción. Es la ruptura con ese contexto de engaño en que se sostiene la egocéntrica caridad de las ideologías que subordinan. No es sólo “salir de la casa” que se quiere. Cuando no se restablece el equilibrio del tejido social, cuando la actitud fatalista se cierne como un espectro, y la tensión en el contrato social se metamorfosea como desencanto, cuando nada se regula en obediencia a lo legalmente establecido, y la tirantez se impulsa como hábito, se va transitado por callejones donde se presagia la muerte, la ruina, la paranoia colectiva, y la gangrena de la institucionalidad, y el Estado se hace un cuerpo lisiado, un reclusorio donde la cabeza no se puede sacar porque se la quitan.
Así, el terco pesimismo dominicano se recicla, y luce agotado de la ingenuidad, del auto-engaño. “Alzar el vuelo” no es una frase acorazada en la emoción. Oscila entre la esperanza y la libertad como la única salida a la sobrevivencia, cuando se socaban las ilusiones, cuando todo se vuelve inocuo, despreciable. Es una aceptación con ira de que “nada se puede hacer”, porque se existe sin ficha de identidad, más bien con la que prefiera el sistema, ensamblada en un banco de datos para cobrarle impuestos.
Antaño hacerse al vuelo era un anhelo, un sueño. Era la fuente para la invención. Estrenarse en “cruzar el mar” prometía cambios, evolución del ser, hacerse alondra, mirar al cielo desde el cielo sin pretender mundos celestiales adoptivos, sino sólo el paisaje que revelan las figuras que forman las nubes. Volar para ir a la otra orilla, para ser migrante o “ilegal”, y tener que padecer la soledad del exilio o el autoexilio económico nunca fue una opción colectiva. Ahora, al parecer, lo es, desde hace décadas. La familia tradicional ya no es el centro de nada en una sociedad suicida, abatida psíquicamente y que se martiriza erosionada, dislocada, y que arrastra depresiones, no remordimientos. ¿A qué pueden aferrarse los que procuran “alzar el vuelo”, si ya decidieron el cambio radical, separarse de un ambiente traumático, donde se afecta la identidad de los anónimos, de los que no son protagonistas de nada?
Miles de historias se han escrito en torno a cómo se desconfigura la identidad de un pueblo cuando se desvive la existencia, cuando desde la cuna te van llevando al desamparo. Llegas desde el agua, desde adentro del vientre de la madre para “alzar el vuelo”, para iniciar un viaje que no sabes si tendrá un retorno final feliz, porque una voz exterior te va narrando lo que convertirás en palabras. Te desplazarás, y aprendiendo a correr querrás conocer la tierra, no como éxodo, sino como encuentro con los que también quieren volar, con los que no se agobian con el recuerdo ni con las tristezas, con esos que no quieren romper los troncos ni las ramas de los árboles, que se elevan sobre el horizonte.
Es curioso, que, cada cierto tiempo, cuando el espanto recobra cierto poderío y los pueblos se sientan moribundos, hagan brotar de sus labios como una lira (que se convierte en un himno de estruendo) que quieren “alzar el vuelo”.
No invitado a nadie que quiera “alzar el vuelo” a verse con simpleza en el espejo de Ícaro, ni que propicien a solas ese gesto inocente de él, ni que se agiten con alas supuestas para procurar cruzar de un lado a otro entre los vientos, porque hay Oráculos que se hacen irrevocables, y que, a veces, se pide que se cumplan.
Ningún mortal -según los dioses del Olimpo- ha podido huir de la cita última que tiene con la muerte. Unos, suplican no ser raptados por la Parca antes de conquistar los triunfos terrenales que anhelan. Otros, ante las flaquezas de sus fuerzas dictan su última voluntad. Otros muchos, se enojan con las noches que les esperan en el infierno. Unos más, aguardan a la criatura dulce que llega en su búsqueda. Los menos, que son los más afortunados, se abrazan con gratitud a la belleza mística que le espera en el bosque sagrado. Y otros, finalmente, se inmolan para consagrarse como leyenda. Pero a fin de cuenta, todos, en el decir cotidiano se hicieron al vuelo.
Creo que es interesante, en el momento en que escribo estas reflexiones, volver a releer las creencias que tenían los antiguos sobre los vientos que se encontraban en las alturas celestes. Los griegos reconocían a los vientos como divinidades poéticas hijas del Cielo y de la Tierra. Los vientos soplaban de manera particular si llegaban de Oriente o de Occidente, o si provenían de allí después de estar encerrados en las cavernas o si habían desencadenados. Aquí, en la tierra, procuraban que no se convirtieran en tempestades ruidosas, ni que en los mares fueran causa de gemidos de dolor para que no se escuchara la flauta de los funerales. Sufrir una tragedia a causa de los vientos era una calamidad. Ser vulnerable, y desplomarse por el ímpetu con que golpea el viento provocaba lágrimas incontrolables. Lo sensato era “desarmar o conciliarse con los Vientos”.
Así, Noto “es el viento caliente y tormentoso que sopla al mediodía. […] Marcha sobre las nubes y sopla con los carrillos inflados, para designar su violencia, y tiene una regadera en la mano para anunciar que casi siempre trae lluvia.” Y, Céfiro tiene “Su soplo, dulce y poderoso a la vez, da vida a la naturaleza. […] Los poetas le pintan como un joven de fisonomía dulce y serena; se le dan alas de mariposa y una corona compuesta de toda clase de flores. Se le representaba a través del espacio con gracia y una ligereza aéreas y con una canasta en la mano, en que había las más hermosas flores de la primavera.” [4]
… Y así, ya pasado el tiempo de las lluvias, aún espero encontrar en el aire una evocación que me haga sentir el soplo de Céfiro. No soy de las que pretenda “alzar el vuelo”. Tengo el presentimiento que él traerá consigo, en algún momento, “las más hermosas flores de la primavera”, para que Ícaro no vuelva a volar en solitario.
NOTAS
[1] Eduardo Matos Díaz. Santo Domingo de ayer. Vida, costumbres y acontecimientos (Santo Domingo: Editora Taller, 1985): 150.
[2] Carlos Luis de Cuenca en La Ilustración Española y Americana. (Madrid, 8 de octubre de 1913. Año LVII. No. XXXVII): 2.
[3] “La aviación en Santo Domingo” en Blanco y Negro. Año VI, No. 265. 15 de febrero de 1914.
[4] P. Commelin. Nueva Mitología Griega y Romana (Garnier Hermanos, Libreros-Editores, París, s/f): 120. [Versión castellana de Rafael Mes López].
FOTOGRAFÍAS
Saint-Cloud. Inauguración, el día 19 del actual, del monumento erigido por el aero-club de Francia para conmemorar los primeros ensayos de navegación aérea, realizados en el mismo sitio por Santos Dumont en 1901 y 1906 (a la izquierda, el retrato de Santos Dumont). Fotografía de Harlingue. La Ilustración Española y Americana. (Madrid, 30 de octubre de 1913. Año LVII. No. XL): 265.
“Travesía del Mediterráneo en aeroplano” del aviador Roland Garros. Fotografías de Hugelmann. La Ilustración Española y Americana. (Madrid, 8 de octubre de 1913. Año LVII. No. XXXVII): 209.
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