La «conspiración del harén»: magia negra y adulterio para asesinar al viejo faraón Ramsés III
Han pasado unos cinco años desde que se desveló que el rey de la XX Dinastía fue asesinado en un complot orquestado por una de sus esposas y varias concubinas
Javier Arries dedica una parte de su último libro «Magia en el Antiguo Egipto. Maldiciones, amuletos y exorcismos» (Luciérnaga) a este controvertido episodio
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En el Antiguo Egipto, la figura del faraón era la de una deidad que caminaba sobre la Tierra. De él decían los papiros que «el terror que inspira abate a los bárbaros en sus países». Los súbditos le veían como el hijo de Ra (dios del Sol), como el señor del universo y como el heredero del creador. Su figura rezumaba poder ancestral y estaba rodeada además de la protección mágica de las divinidades. Por eso, atentar contra su vida significaba algo más que pensar en matar a un hombre. Era poner en peligro el equilibrio cósmico y cargar directamente contra la estabilidad del Estado. Tal era el temor que suscitaba a nivel esotérico el regicidio, que las leyes apenas contemplaban el castigo por llevarlo a cabo, pues la sola mención del asesinato era casi un tabú.
Por eso, el plan que urdió una de las grandes esposas de Ramsés III (Tiya -también llamada Tiyi, Tiye, Teya, Tiy y otros tantos nombres más-) para asesinarle no fue comparable a los magnicidios de los políticos actuales. Implicó algo más para las mujeres, funcionarios y guardias que lo urdieron en las profundidades del harén real. Para ellos significó retar a los mismos dioses. A aquellos que dominaban el destino del país a través de un faraón que, desde el año 1184 a. C. (atendiendo a las fuentes, pues también se habla de 1185 a.C.), regía sus destinos con mano de hierro.
Pero toda la parafernalia militar y divina forjada durante siglos alrededor del máximo líder del Antiguo Egipto no impidió que la «conspiración del harén» (también conocida como la «conjura» o el «complot») se transformara en realdiad. Por descontado, tampoco evitó que el ya anciano líder luciese en sus últimos momentos un tajo en la garganta que acabó con su días sobre la Tierra. Al menos, según se desveló en una investigación científica realizada en 2012. Un descubrimiento al que hace referencia el autor Javier Arries en su obra «Magia en el Antiguo Egipto» (editado por «Luciérnaga»). Anteriormente, se dudaba de su fallecimiento en la trama. De hecho, la versión más extendida era que había sobrevivido a la misma.
Cierto es que el asesinato fue perpetrado, pero la victoria no le salió barata a los conspiradores. La mayoría fueron atrapados, juzgados y condenados a morir de múltiples y crueles formas que incluyeron desde el suicidio público, hasta la calcinación. Por si fuera poco, el complot fue castigado mediante uno de los peores tormentos de la época: el «Damnatio memoriae». Una pena que eliminaba cualquier referencia que se hubiera hecho hasta entonces del acusado en tablillas, textos o inscripciones. ¿El objetivo? Que su existencia cayera en el absoluto olvido.
Precisamente uno de los que tuvo que ver como sus vivencias quedaban difuminadas entre las arenas del desierto fue el hijo de Tiya. Un príncipe segundón que sabía que su única posibilidad de reinar pasaba por acabar con la vida de su padre y evitar que el trono recayera sobre Ramsés IV,primogénito de la otra gran esposa del monarca. En los textos, él pasó a la posteridad con un nombre que, según se cree, le fue impuesto para que su identidad real no fuese recordada una vez muerto. El apelativo no fue otro que Pentaur (también Pentauret, Pentawere o Pentaure), cuyo significado literal vendría a ser «Él, el de la Grande».
Los buenos años
Ramsés III, cuyo cuello padeció las consecuencias de estar seguido por una corte llena de envidias, fue el último de los grandes faraones del Antiguo Egipto. Segundo de la XX Dinastía, su reinado se extendió durante nada menos que unas 30 primaveras desde que sentara sus reales en el trono. Cifra más que considerable si se compara con el escaso número de años que duraron en la poltrona los diferentes monarcas de su estirpe.
En principio, su máxima fue la regeneración y la seguridad de sus súbditos. «Se esforzó por devolver a su país toda la gloria que había ido perdiendo paulatinamente desde los tiempos del gran Ramsés II, casi cien años atrás», señala el escritor Antonio Cabanas en su obra «Los secretos de Osiris». No lo tuvo fácil, pues heredó un país en el que solo era cuestión de tiempo que se sucediera una guerra civil y en el que -hasta hacía bien poco- reinaba la anarquía.
Ramsés III también trajo tiempos de bonanza en la política y en la religión, a pesar de lo dificultoso que resultaba dirigir un país en el que algunos cultos exigían dinero y un poder preponderante. «Las hazañas [militares] hacen que sea considerado como un gran caudillo, pero durante los […] años que reinó, el faraón también intentó mantener cohesionado el país en una especie de malabarismo político del que era plenamente consciente», añade Cabanas en su obra. Su faceta arquitectónica tampoco es despreciable, pues bajo su mando se construyó uno de los populares «Templos de un millón de años» para honrar a Amón.
El anciano
Pero no todo fue jolgorio en la vida de Ramsés III. Ya entrado en la vejez, el faraón dio rienda suelta a la mala costumbre de gobernar por las bravas a su pueblo. Este factor, unido a la crisis económica que atravesaba entonces Egipto, provocó que tuviese que hacer frente a la primera movilización de trabajadores de la historia. El movimiento fue encabezado por los obreros de Deir-el-Medina y quedó recogido en el conocido popularmente como «Papiro de la huelga». En dichas jornadas el pueblo clamaba por comida mientras aquel «dios sobre la Tierra» se ponía las botas a diario.
A las dificultades sociales de Ramsés III se sumó también su precario estado de salud. Septuagenario como era en sus últimos días (cuando la esperanza de vida rondaba los 30 años, según desveló en 2013 el proyecto de investigación Qubbet el-Hawa) el faraón sufría problemas severos del corazón, así como dolores constantes que le atacaban cuando hacía esfuerzos o -simplemente- cuando andaba demasiado.
Cercado por los aprietos con el pueblo, y lleno de achaques, el anciano dedicó sus últimos años de vida a dos cosas. La primera de ellas fue el alcohol. Así lo afirma el egiptólogo Zahi Haw en el documental «Ramses, mummy Kings mistery»: «Ramsés III siempre estaba ebrio». La segunda fue la que le llevaría a la tumba. Y es que, se dejó cautivar por las bondades que podía ofrecerle el harén real y las mujeres que había en su interior. En palabras de este experto, cometió el error de elegir a dos grandes esposas a la vez (en toda su vida llegó a tener cuatro), cuando lo habitual era seleccionar únicamente a una (de cuyo vientre nacería el sucesor del monarca).
«La gran esposa del rey era un título que denotaba a la principal de las esposas del faraón, aquella que se comportaba como su complemento femenino en ceremonias y aparecía junto a él en la iconografía. Sin ella, la función de mantener el orden del faraón quedaba coja. Además era, teóricamente, la predestinada a dotar de un heredero al trono, lo que no siempre sucedía», explica el doctor en historia José Miguel Parra en su libro «La vida cotidiana en el Antiguo Egipto». Ramsés III ofreció este título a dos mujeres: Tyti (su mano derecha a todos los efectos) y Tiya (la segunda en discordia).
La primera era la madre del futuro Ramsés IV, destinado a sentarse en la poltrona. Su competidora, por el contrario, había dado a luz a Pentaur... Y estaba más que comida por los celos sabedora de que su pequeño quedaría relegado a un puesto menor en la corte.
La egiptóloga Susan Redford es de la misma opinión en el mencionado documental «Ramses, mummy Kings mistery»: «Tenía muchas mujeres donde elegir, pero en el fondo había un círculo de favoritas y esposas. Y como esas mujeres tenían acceso directo al faraón, tenían una influencia política real. Todas esperaban que su hijo heredara el poder, así que los celos estaban por todas partes. La atmósfera en el harén era explosiva».
Magia negra
Tiya, desde la seguridad que le ofrecían las paredes del harén real (donde no podían acceder los guardias del faraón) fue forjando poco a poco su complot para acabar con Ramsés III. El primer paso fue hacerse con el apoyo de varias de las damas que pasaban las horas allí. Y no le resultó difícil. «Las mujeres del harén no estaban aisladas, sabían perfectamente lo que sucedía en el exterior. Enseguida tuvieron claro que los excesos del faraón estaban desangrando al país», explica la historiadora Bettany Hughes en el mencionado largometraje documental.
El lugar, en el fondo, no era solo un campo de juegos sexuales para el monarca. En él residían damas de gran importancia política con multitud de contactos.
Posteriormente, la conspiradora se acercó a todo aquel con suficiente poder como para ser útil en el complot. Así lo desvela Arries en su obra «Magia en el antiguo Egipto. Maldiciones, amuletos y exorcismos»: «Entre sus aliadas estaban seis de las esposas de los Hombres de las Puertas del Harén, los oficiales que guardaban el harén real, a los que aquellas terminaron convenciendo para que se sumaran a la conspiración». Posteriormente también se confabularon criados, mayordomos y hasta oficiales. Todos se coordinaban enviando mensajes ocultos en vasijas o cualquier tipo de útil, mientras el rey no se percataba de nada.
La egiptóloga Christiane Desroches recopila en su obra «La mujer en tiempos de los faraones» los nombres de varios conspiradores. Según esta experta (y tal y como señala Arries) la cabeza del complot contaba con «seis seguidores fieles» que se encargaron de hacer las veces de «agentes de enlace» y de reclutar al resto de enemigos del faraón. Entre ellos, destacan los nombres de los chambelanes Pluka e Imeri; del mayordomo Paibakkamen; o del gran chambelán Mesedsure. También hace referencia a una mujer llamada Uauat, la cual «empujaba a su hermano a Binemauset a cometer traición» incitando a los enemigos del faraón a rebelarse contra él y alzarse en contra de su poder. No le faltaban apoyos a Tiya, pues llegó a tener la ayuda de Paiis, todo un popular comandante del ejército.
Sin embargo, los líderes del complot sabían que no podían acabar con el faraón mediante una simple y mundana conjura. Como deidad en la Tierra que era, debían contar con cierta ayuda extra para asesinarle. En palabras de Arries, este soporte sobrenatural lo dio un tal Hui, un «oficial de alto rango» que consiguió robar un libro de hechizos de la biblioteca privada de Ramses III. Con él, aprendió a elaborar unas escalofriantes figuras con la forma de sus enemigos. Aquellas estatuillas eran la base de la magia negra del Antiguo Egipto, y su uso era relativamente sencillo: tan solo había que escribir sobre ellas un «motivo criminal» (la desgracia que se buscaba que le sucediese al contrario) y, posteriormente, romperlas en mil pedazos.
Con la ayuda de este libro, Hui creó decenas de estatuillas con múltiples finalidades. Estas pretendían desde dejar fuera de combate a los guardias del faraón, hasta engatusarles con conjuros de amor.
Hughes es partidaria de esta idea y señala lo útil que les parecía a los conjurados: «Para los antiguos egipcios la magia no era una fantasía, era un hecho. La usaban en todo momento, en todos los aspectos de su vida ¿Cómo matas a un Dios viviente? ¿Cómo superas su magia? Los conspiradores debían atacar ese aura para acabar con él». Y lo mismo destaca Cabanas: «En el complot se hizo uso de la magia negra, y durante las pesquisas realizadas por la policía se encontraron estatuillas de cerade este faraón atravesadas por varios alfileres, así como fórmulas mágicas destinadas a menoscabar el poder que, como rey, le habían conferido los dioses, para hacerle de este modo más vulnerable a los encantamientos».
Degollado
El plan de los conspiradores era acabar con la vida de Ramsés III en la llamada «Fiesta de la sed» o «Fiesta de la renovación real». Una celebración antiquísima que se sucedía para conmemorar los 30 años de reinado de los faraones y cuyo objetivo era renovar la energía vital del monarca. Durante la misma, las estatuas de los dioses y los objetos sagrados eran sacados a la calle para participar en el júbilo y el deleite del momento.
«Como muestra de fortaleza física, el faraón (al menos simbólicamente) marchaba alrededor de las murallas o cazaba algún animal peligroso, un león o un hipopótamo. Disparaba flechas en las cuatro direcciones cardinales y erigía un pilar o pilar de estabilidad que remitía a la columna vertebral del dios Osiris», añade -en este caso- Bujanda. Las cifras oscilan atendiendo a los historiadores, pero se baraja que Ramsés III llegó a esta festividad sumando aproximadamente unas setenta primaveras a sus espaldas. Algo que le convertía en un verdadero anciano.
Hasta hace poco (apenas tres años) la mayoría de historiadores coincidían en que Ramsés III había sobrevivido a esta conspiración. Aunque también afirmaban que había muerto poco después. Sin embargo, en 2012 una investigación del «British Medical Journal» logró demostrar que el faraón había caído víctima de un cuchillo de los usurpadores del trono.
Así quedó claro en le informe de la investigación: «La TC reveló una seria herida en la garganta […] directamente bajo la laringe. La lesión fue de aproximadamente 70 mm de ancho y se extiende hasta los huesos […] seccionando todas las áreas de tejido blando en el lado anterior del cuello. La tráquea fue claramente escindida […] De acuerdo con ello, todos los órganos en esta región (tráquea, esófago y arterias) fueron cercenados. La extensión y profundidad de la herida indica que pudo haber causado la muerte inmediata de Ramsés III». A su vez, los expertos también desvelaron que los embalsamadores ubicaron en su cuello un amuleto de curación destinado a sanar esta herida letal en el otro mundo.
El papiro de la traición
En principio se creía que el propio Ramsés III fue quien descubrió la conjura y ordenó atrapar a los traidores. Nada más lejos de la realidad. Los nuevos datos vertidos en 2012 establecieron que lo más probable es que Ramsés IV fuese el que «cazó» a los conspiradores después de descubrir la trama.
En palabras de Arries, el complot fue sacado a la luz del cálido sol egipcio cuando uno de los traidores fue atrapado robando un libro de magia de una biblioteca. Fuera como fuese, el verdadero sucesor se percató de lo que sucedía y creó un tribunal específico para juzgar a los culpables y hacer que todo el peso de la ley cayera sobre ellos. Ese proceso quedó registrado en «Papiro judicial de Turín». Una de las pocas fuentes de la época que, a día de hoy, nos hablan del «complot del harén».
El evento no tuvo parangón. Los acusados fueron juzgados por un tribunal formado por 12 jueces en el que se incluyeron dos chambelanes extranjeros. Medida mediante la que se buscaba ser más ecuánime con aquellos conspiradores que no eran egipcios. «El procedimiento parece haber sido muy simple: los acusados, hombres y mujeres, agrupados según los crímenes que se les imputaban, eran introducidos ante el tribunal y declaraban su estado civil. A continuación, se leían las acusaciones que había contra ellos», añade Desroches.
Para desgracia de Ramsés IV, el proceso no fue todo lo ejemplar que se buscaba. Y es que, a la postre se descubrió que algunas de las acusadas habían intentado (y logrado) atraer a varios jueces a su causa invitándoles a orgías y fiestas. Desroches los cifra en un total de 5.
No hubo perdón para nadie, como determina Arries en «Magia en el Antiguo Egipto» y «Objetos malditos: Guía de juguetes del mal y lugares condenados» (su otro gran libro sobre Egipto): «Al acabar el juicio 28 de los acusados fueron condenados a muerte; otros seis fueron obligados asuicidarse en público, y cuatro más, incluido el príncipe que los instigadores querían ver en el trono, fueron condenados a suicidarse en privado». Se desconoce cuál fue el destino de la creadora del complot, aunque lo más probable es que fuese también ajusticiada. Gay Robins, en «Las mujeres en el Antiguo Egipto», así lo afirma: «Nada en el documento se refiere al proceso de Tiyi o de las demás mujeres del palacio, ni cuál fue su castigo».
La muerte de Ramsés III supuso la partida hacia el otro mundo del último de los grandes faraones. Con la poltrona se hizo Ramsés IV, de 40 años de edad. Tuvo suerte, pues antes que él habían fallecido varios de sus hermanos, también aspirantes al trono y con derechos mayores a los suyos. No obstante, apenas se mantuvo en el trono seis años. Aunque eso, como se suele decir, es otra historia.
Tres preguntas a Javier Arries
1-¿Cómo aprendieron los conjurados a usar las figuras de cera?
Según consta en el papiro que narra el desarrollo de los juicios contra los conjurados que conspiraron contra la vida de Ramsés III, instigados por la reina Tiyi que quería acabar con la vida de su marido para poner en el trono a su hijo, uno de ellos, un oficial de alto rango había robado un libro de la biblioteca real. Se trataba de un libro de magia cuya lectura le proporcionó las fórmulas para construir figuras de cera para, con ayuda de la magia, someter a los hombres, debilitar a los guardias reales, acabar con la vida del rey.
2-¿Hasta qué punto era importante la magia en el complot?
Los conjurados que intentaban asesinar a Ramsés III confiaban tanto en la magia como en sus cuchillos. La prueba de que la creencia firme de que esto pudiera ser así, de que la magia podía incluso acabar con la vida del faraón nos la proporciona el papiro Rollin cuando afirma: “El gran criminal, Hui, que fue portaestandarte de infantería, hizo hechizos para obstaculizar y aterrorizar; y también hizo figuras de cera, de dioses, y de ciertas personas… Cometió grandes crímenes merecedores de la muerte. Grandes abominaciones de la tierra fueron las cosas que hizo. Se le hizo saber que sus crímenes eran merecedores de muerte”. Y así fue.
3-¿Hui fue condenado?
El hechicero, Hui, fue condenado a quitarse la vida. Los crímenes “mágicos” cometidos por Hui fueron juzgados como el resto. Es decir, se le dio tanta importancia al uso maléfico que había hecho de la magia de las efigies que fue juzgado con la misma dureza que el resto de conjurados, que, a la postre, y como han demostrado las tomografías que se realizaron sobre la momia de Ramsés III, tuvieron éxito en su empresa. Los asesinos de Ramsés III, ayudados según ellos creían, por la magia criminal del oficial Hui, se abalanzaron sobre él y le degollaron como demuestra una horrible hendidura que cruza el cuello de la momia de oreja a oreja.
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