LA EXPULSIÓN DE LOS JUDÍOS
En 1492, la oleada de violencia contra los judíos culminó con la expulsión de los que se negaron a abandonar su religión. Se encaminaron a un exilio que muchos de ellos consideraron temporal, pero que se convirtió en definitivo.
Para comprender la expulsión de 1492 es necesario considerar la cadena de sucesos que tuvieron lugar a lo largo del siglo XV. A raíz de los ataques perpetrados contra los judíos cien años antes, muchos optaron por recibir las aguas del bautismo. Hubo, sin duda, conversiones sinceras, pero en numerosos casos se trató de una solución frente a las amenazas.
En estas circunstancias, a lo largo de la centuria tomó cuerpo la cuestión de los conversos, como se llamaba a los judíos que abrazaban el cristianismo. El volumen de las conversiones fue importante, pero el número de judíos que no apostataron y se mostraron firmes en el cumplimiento de la ley de Moisés siguió siendo considerable, y sobre ellos cayeron invectivas y ataques.
La creciente cifra de conversos dio lugar a la aparición de denominaciones que tenían como objetivo diferenciarlos de quienes pertenecían a familias de “cristianos de toda la vida”. Estos serían los cristianos viejos, mientras que a los primeros y sus descendientes se les dio el nombre de cristianos nuevos.
Con el paso del tiempo no fue una mera distinción social, sino un baldón que cercenaba posibilidades y cerraba las puertas de las instituciones públicas. Entre los cristianos viejos caló la idea de que no había sinceridad en las conversiones de los cristianos nuevos.
Cumplían con las prácticas de la religión cristiana: bautismos, asistencia a la misa dominical, confesión, comunión y otros preceptos eclesiásticos. Pero en secreto seguían practicando la ley de Moisés. Esta creencia, muy extendida, seguía alimentando leyendas como la de los sacrificios rituales de niños en Semana Santa.
Discriminación oficial
En 1449 se produjo la primera discriminación institucional de los conversos. Fue en Toledo, cuyo cabildo municipal promulgó un bando declarando que no podían ocupar cargos públicos. Era la respuesta a un impuesto ordenado por el condestable don Álvaro de Luna, cuyo cobro fue encomendado a recaudadores conversos.
Llaman la atención las causas que se esgrimían en el bando. Se acusaba a los conversos de ser descendientes de quienes traicionaron al reino, colaborando con los musulmanes en el momento de la invasión. También se les achacaba ser “por la mayor parte infieles y herejes que han judaizado y judaízan, y han guardado y guardan los más de ellos los ritos y ceremonias de los judíos, apostatando de la crisma y bautizo que recibieron con cuero, y no con el corazón y la voluntad”.
Se acusaba a los conversos de ser la mayor parte infieles y herejes que todavía practicaban los ritos y ceremonias de los judíos.
Tales denuncias llevaban a que se les considerase “infames, inhábiles, incapaces e indignos de haber todo oficio e beneficio público y privado en la dicha Ciudad de Toledo y su tierra”.
La decisión del cabildo toledano refleja el ambiente de la época, y son muy significativos los elementos que se dan en el bando. La protesta no es contra el pago de los tributos, sino contra quienes los recaudan.
Se les acusa principalmente en materia religiosa, poniendo en duda que su cristianismo sea sincero. Este cuestionamiento acompañará siempre a los conversos y hará decir a uno de ellos, el poeta Antón de Montoro: “Pese a comer ollas de tocino grueso y torreznos a medio asar, nunca pude matar el rastro de confeso”. En un primer momento, lo ocurrido en el ayuntamiento toledano encontró el repudio de ciertos sectores de la jerarquía eclesiástica, que llegaron incluso a conseguir que el papa promulgase la bula Humani generis inimicus, en la que se rechazaba todo principio de diferenciación entre cristianos.
Sin embargo, en las décadas siguientes triunfaron las tesis discriminatorias. Los antecedentes judíos pesaron más que la conversión al cristianismo, lo que se sumaba a las dudas acerca de la sinceridad de esta.
Ritos combinados
Algunos testimonios señalan que la religiosidad de los conversos abarcaba un abanico de amplias posibilidades, desde los cristianos sinceros hasta los incrédulos que cumplían con las apariencias.
Un número considerable eran los que el historiador Caro Baroja denominó “vacilantes”: vivían una religiosidad en la que se mezclaban preceptos de la fe cristiana con elementos del judaísmo.
Un número considerable de conversos vivían una religiosidad en la que se mezclaban preceptos de la fe cristiana con elementos del judaísmo.
En su crónica del reinado de los Reyes Católicos, Hernando de Pulgar nos dejó un testimonio elocuente: “Se hallaron en la ciudad de Toledo algunos hombres y mujeres que escondidamente hacían ritos judaicos, los cuales con gran ignorancia y peligro de sus ánimas ni guardaban una ni otra ley; porque no se circuncidaban como judíos, según es amonestado en el Testamento Viejo, y, aunque guardaban el sábado y ayunaban algunos ayunos de los judíos, no guardaban todos los sábados ni ayunaban todos los ayunos, y si hacían un rito no hacían otro, de manera que en la una o en la otra ley prevaricaban. Y hallóse en algunas casas el marido guardar algunas ceremonias judaicas y la mujer ser buena cristiana, y un hijo ser buen cristiano, y el otro tener opinión judaica, y dentro de una casa haber diversidad de creencias y encubrirse unos a otros”.
Malas influencias
Poco antes del reinado de Isabel y Fernando había, tanto en las filas de los cristianos viejos como en las de los cristianos nuevos, gentes muy rigurosas con el cumplimiento de los preceptos religiosos, mientras que otras mostraban tibieza.
Se pensaba que esa poca firmeza en la fe respondía a las relaciones con los “judíos de la sinagoga”. Es decir, la existencia de judíos en los reinos hispánicos era considerada un grave peligro para la pureza de la fe, no solo para los recientemente convertidos al cristianismo, cuyas creencias eran vacilantes, sino incluso para los cristianos viejos.
La existencia de prácticas heterodoxas y el convencimiento de lo falso de muchas conversiones llevaron a instituir la Inquisición en fecha temprana del reinado de los Católicos.
Fue mediante la promulgación en 1478 de una bula papal titulada Exigit sincerae devotionis affectus. Uno de sus párrafos resulta particularmente significativo para entender las causas de la expulsión posterior: “Sabemos que en distintos pueblos del reino de España, muchos de aquellos que, por propia iniciativa, han sido regenerados en Jesucristo por las aguas del bautismo, han vuelto secretamente a la observancia de las leyes y costumbres de la superstición judía [...] incurriendo en las penalidades previstas contra los herejes por las constituciones de Bonifacio VIII”.
La creación del tribunal del Santo Oficio nos sitúa ante una de las causas de la expulsión de 1492: el grave riesgo de heterodoxia que suponía el contacto de los cristianos, principalmente los conversos, con los judíos. En los años inmediatamente posteriores a la implantación de la Inquisición, que coincidieron con la guerra de Granada, las pesquisas del tribunal confirmaron que el criptojudaísmo (falsa conversión) era una realidad con amplias ramificaciones.
El descubrimiento de un complot para matar a los inquisidores, en el que estaban implicadas las más importantes familias de conversos sevillanas, propició que las sospechas sobre los conversos se extendiesen por doquier.
En la diana
La conclusión de la guerra contra los musulmanes (la entrega de Granada a los cristianos se efectuó el 2 de enero de 1492) hizo que los reyes, que habían concentrado todas sus energías en el conflicto, dirigieran su atención a otros aspectos del reino.
El Decreto de la Alhambra daba cuatro meses para que los judíos que no se convirtieran abandonaran territorio peninsular, Sicilia y Cerdeña.
Isabel y Fernando, conscientes de ostentar ya un poder real consolidado, hicieron público el decreto de expulsión de los judíos, conocido como Decreto de la Alhambra o Edicto de Granada. Está fechado el 31 de marzo. En dicho decreto se establecía un plazo de cuatro meses para que quienes no recibieran las aguas del bautismo estuvieran fuera de los territorios peninsulares de la monarquía, así como de las islas de Sicilia y Cerdeña.
También se contemplaban los bienes que los expulsados podían llevar consigo y las penas en que incurrirían quienes trataran de burlar la expulsión o retornasen de forma clandestina.
Por el contrario, se señalaba la benevolencia con que serían recibidos en caso de aceptar el bautismo. En realidad, hay tres versiones del decreto de expulsión. Una está fechada el 20 de marzo en Santa Fe, y fue redactada por el inquisidor general, Torquemada, dirigida al obispo de Gerona. Las otras dos están fechadas en Granada el 31 de marzo: una para la Corona de Castilla, firmada por Isabel y Fernando, y otra para la Corona de Aragón, con la firma de este último.
Mucho se ha especulado sobre la fecha en que los reyes tomaron esta decisión, que suponía la eliminación de una de las tres religiones que practicaron los españoles a lo largo de la Edad Media.
Las Capitulaciones de Granada, discutidas y acordadas en las semanas finales de 1491, contemplaban el respeto a las creencias de los musulmanes, a quienes se permitía elegir entre abandonar la península y permanecer en ella.
Si la decisión de expulsar a los judíos que no se bautizaran se tomó en torno a estas fechas, todo invita a pensar que el contenido de las capitulaciones (al menos en lo referente al respeto de la religión de los musulmanes) no sería sino una estratagema política para acelerar la rendición de la capital de los nazaríes.
El escenario político-religioso era ciertamente complicado. El hecho de que las concesiones religiosas de las Capitulaciones de Granada fueran incumplidas diez años más tarde, con la expulsión de los musulmanes en 1502, puede servir para explicar algunas de las razones que llevaron a los Católicos a tomar la decisión de 1492. En cualquier caso, los motivos de la expulsión de los judíos constituyen uno de los temas de debate clásicos de la historiografía española.
Lucha de argumentos
Los expertos han apuntado en numerosas direcciones. José Amador de los Ríos señaló en el siglo XIX como causa, amén del celo religioso de los monarcas, la búsqueda del aplauso popular. En esta última tesis insistió después Américo Castro, señalando el deseo de la Corona de congraciarse con el pueblo, que dispensaba un odio feroz a los judíos.
La animadversión popular fue también esgrimida por Claudio Sánchez-Albornoz, que la justificaba por la práctica de la usura y la acumulación de riqueza en manos de los judíos.
En España la expulsión de los judíos anticipaba lo que sería común en la Europa del Antiguo Régimen: una ley, una fe, un rey.
El historiador norteamericano Stephen Haliczer la ha considerado el resultado de una alianza de las oligarquías urbanas antijudías con la Corona, y el británico Henry Kamen señala que el motivo ha de buscarse en el enfrentamiento de la nobleza y el clero con una incipiente burguesía, que tendría en los judíos a sus principales integrantes.
El hispanista francés Joseph Pérez rechaza que las presiones populares, que nunca movieron la voluntad de los reyes, o que la usura (indica que solo en una de las tres versiones de los decretos de expulsión se alude a ella) tuvieran importancia en la expulsión. Tampoco admite que los judíos constituyeran la esencia de la burguesía. Apuesta por la influencia de la Inquisición, que consideraba la expulsión como la mejor forma de acabar con el problema de los conversos judaizantes, y sobre todo señala la búsqueda de una identidad nacional.
Para Isabel y Fernando, como para todos los reyes del continente, esa identidad significaba imponer la cultura dominante. En España, el cristianismo había salido triunfante, y, con la expulsión de los judíos, el país anticipaba lo que sería norma común en la Europa del Antiguo Régimen: una ley, una fe, un rey.
Posiblemente, con la expulsión los monarcas tuvieron un error de cálculo, al pensar que la publicación del decreto llevaría a la mayoría de los judíos a aceptar el bautismo. No fue así.
Se ha especulado mucho con la cifra de expulsados. Los historiadores israelíes Yitzhak Baer y Haim Beinart la sitúan en más de 150.000 el primero y en 200.000 el segundo. El francés Bernard Vincent sostiene que fueron entre 100.000 y 150.000, y Joseph Pérez amplía el abanico a entre 50.000 y 150.000. Historiadores españoles como Antonio Domínguez Ortiz, Valdeón o Luis Suárez dan como más probable la cifra de 100.000 expulsados, que Jaime Contreras rebaja hasta situarla entre 70.000 y 90.000. Se trata, pues, de cifras para la discordia.
Únicamente se conocen datos fragmentarios acerca de los judíos que optaron por bautizarse. Sabemos, por ejemplo, que en Teruel se bautizaron en un día cien personas y que los regidores iban casa por casa instándoles a hacerlo, porque su marcha significaba la ruina de la ciudad. O que algunos nobles, caso del duque del Infantado, hicieron lo propio en las aljamas situadas en poblaciones de sus dominios señoriales.
Pero carecemos de cifras globales. Todo parece indicar que la mayor parte de la población judía de Castilla y Aragón se mantuvo fiel a sus creencias religiosas, y asumió las duras condiciones contempladas en el decreto de expulsión y los rigores del exilio.
Muchos judíos, sobre todo de la Corona de Aragón, embarcaron hacia ciudades italianas como Génova o Nápoles.
El destino de los expulsados fue muy variado. Muchos, sobre todo de la Corona de Aragón, embarcaron en los puertos del Mediterráneo y se dirigieron hacia ciudades italianas como Génova o Nápoles, con el propósito de instalarse en ellas disimulando su condición de judíos o de pasar a los Balcanes u otras zonas del Imperio otomano, donde los recibieron con benevolencia.
Otros marcharon a Inglaterra o Flandes. Los judíos castellanos eligieron generalmente Portugal o Navarra, que aún no había sido incorporada a la monarquía de los Reyes Católicos. Su situación fue transitoria. En 1497 se decretó su expulsión de Portugal, y un buen número de ellos emigró entonces al norte de África. Los que habían buscado refugio en Navarra hubieron de marcharse a partir del año siguiente; la mayoría cruzó la frontera francesa.
Durísima despedida
Se les extorsionó en la obligada venta de las propiedades que no podían llevar consigo, y las vejaciones y los atracos de que fueron objeto en muchos lugares de destino, o por parte de quienes los transportaron hasta ellos, fueron incontables, incluidos algunos casos de asesinato.
En Portugal les exigieron pagos exorbitantes por cruzar la frontera, y una vez en el país fueron robados y maltratados. Lo mismo les ocurrió a los que llegaron al norte de África. Ello hizo que algunos volvieran y adoptaran el cristianismo como religión.
Andrés Bernáldez, cura de Los Palacios (Sevilla), que dejó escrita una historia de los Reyes Católicos, cuenta que bautizó a algunos de los que retornaron: “Descalzos, desnudos y llenos de piojos, muertos de hambre y muy mal aventurados, que daba grima verlos”.
Hoy día todavía se debaten las hipótesis en torno a si la expulsión de los judíos tuvo un fin religioso o político.
Se ha debatido largamente sobre las consecuencias de la expulsión. La primera, sin duda, fue de tipo demográfico, en unos territorios que no iban sobrados de población. En este sentido, las pérdidas de la Corona de Castilla fueron más graves que las de Aragón. En el terreno económicoresultaron particularmente negativas, puesto que una parte importante de las finanzas del reino estaba en manos de banqueros judíos, aunque no todos se marcharon. Graves también fueron las consecuencias en algunas actividades profesionales, como la medicina, el comercio y las artesanías.
Las hubo, desde luego, en el campo de la cultura: pensadores, escritores, astrónomos o cosmógrafos de primera línea emigraron, y con su marcha se perdió una parte importante del acervo cultural de la España de aquel tiempo.
A los expulsados y a sus descendientes se les conocerá como judíos sefardíes, nombre derivado de Sefarad, la denominación de España en hebreo, al menos desde época medieval.
Los expulsados se llevaron consigo, probablemente porque no descartaban el retorno, las llaves de las casas que dejaban en España. Sus familias las conservaron durante generaciones como una reliquia, símbolo de un tiempo que, en su imaginario colectivo, había sido de dorado esplendor.
Mantuvieron numerosas costumbres, como el habla, leyendas, romances, canciones, recetas de repostería y, aunque suene paradójico, el orgullo de sus raíces culturales hispanas.
A más de quinientos años de distancia, siguen las hipótesis en torno a si la expulsión tuvo un fin religioso o político. En uno y otro caso, la búsqueda de la unidad, quizá como estratagema para reforzar la monarquía de los Reyes Católicos, aparece como un elemento incontestable.
Este artículo se publicó en el número 541 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.
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