SERIE ESPECIAL (2)
Las dos caras de la miseria en la frontera
LOS NIÑOS, NO IMPORTA SU EDAD, SON VÍCTIMAS DE LA VULNERABILIDAD DE LAS COMUNIDADES CERCANAS A LA LÍNEA QUE DIVIDE LA ISLA EN DOS. WILMER Y JECSON SON EL EJEMPLO DE LA DESIGUALDAD QUE EXISTE AUN VIVIENDO EN LAS MISMAS CONDICIONES DE POBREZA
Al cruzar una pequeña cerca que hay para entrar a la casa donde vive Wilmer, la primera imagen que vio el equipo de LISTÍN DIARIO fue al pequeño junto a su hermanita, de seis años, quien trataba de enseñarle algo en un libro escolar.
Desde que se percató de la presencia de un fotógrafo en su hábitat, su rostro no pudo ocultar la curiosidad que esto le provocaba. Con la vista seguía cada uno de los movimientos de Jorge Cruz, quien con su lente capturó las contrastantes imágenes que proporcionan la pobreza y la inocencia.
Dentro de la pequeña vivienda en el barrio Las Aduanas, de Comendador de Elías Piña, su madre terminaba de pelar los víveres para la cena. Eran casi las 7:00 de la noche, y Wilmer aun vestía ligero. Llevaba puesto solo un pantalón.
Sabrina Jiménez se secó las manos y con timidez procedió a responder las preguntas sobre el modo de vida de su pequeño. Es de poco hablar, pero su respuesta deja claro que esa no es la vida que quiere para sus tres hijos.
“A uno le gustaría darles lo mejor a sus hijos, pero con tanta pobreza, toca darles lo que está a nuestro alcance. Al menos pueden estudiar en la escuela pública”, se conforma.
En sus planes no está tener más niños, pues tiene claro que los recursos económicos que lleva el padre de sus hijos, quien es motoconchista, no son suficientes para darles la calidad de vida que todo niño merece. A Wilmer lo amantó por solo un año, pues su hermanito de dos se ‘adueñó’ del seno. Para complementar la alimentación de los pequeños se valió del té de anís y de comidas sólidas que, aunque para entonces no tenían edad apta para ello, era una salida para evitar que pasaran hambre.
Guardar silencio ante las respuestas que no quería ofrecer se hizo costumbre durante la conversación. Había que reenfocar algunas preguntas para lograr lo buscado. “Ellos duermen juntos los tres en una cama. Son dos varones y una hembra”, por fin dijo ante la interrogante de que cómo duerme Wilmer.
Sobre las veces que come en el día, finalmente admitió que dos, por lo regular, y que cuando aparece para más, tres veces. “A él le dan comida en la escuela”, cuenta llevando la mente de esta servidora a pensar que ese es uno de los privilegios que no tienen los niños de aquel lado de la frontera, y que tanto buscan las madres haitianas que vienen a parir sus criaturas aquí.
Miseria en la cima de la loma
Ya conocen cómo el equipo de LISTÍN DIARIO llegó hasta aquí. Ahora entérense de cómo vive Jecson, en Navandel, comunidad de San Pedro, en Haití. No sabía lo que estaba pasando, pero parece que advertía que algo poco común ‘invadía’ su territorio: la presencia de la prensa.
Ya conocen cómo el equipo de LISTÍN DIARIO llegó hasta aquí. Ahora entérense de cómo vive Jecson, en Navandel, comunidad de San Pedro, en Haití. No sabía lo que estaba pasando, pero parece que advertía que algo poco común ‘invadía’ su territorio: la presencia de la prensa.
De vez en cuando una sonrisa advertía que el pequeño de tres años es feliz en medio de la miseria en que vive. Con una sucia y deteriorada camiseta se paseaba por la destartalada cocina para explorar lo que cocinaba otro de los niños que vive en el lugar. Era café. Jorge captó la imagen. El preadolescente no dejaba de mover la olla que tenía sobre el fogón mientras un pequeño de menos de dos años burlaba el peligro del fuego y trataba de hacer su propia fogata.
Jecson solo observaba, sin darse cuenta que los más mínimos movimientos que hacía contaban para esta historia. Su abuela ofrecía los datos sobre él, sin perder de vista a una de las niñas del lugar a quien le pidió buscar unas funditas para regalarle a su visita inesperada, un poco de maní.
Viven de la escasa agricultura que hay en la loma. Satisfactoriamente Jecson al igual que Wilmer ya va a la escuela, con la diferencia de que en Navandel hay que pagar 600 gourde, que es la moneda de Haití. Eso equivale a unos 400 pesos dominicanos.
Para ellos es demasiado, pero prefieren hacer ‘malabares’ y pagarlos, pues por esa cantidad le dan la comida y libros. Esa parte los padres de Wilmer la tienen ganada. No tienen que pagar por la educación de sus hijos.
La ropa y los zapatos allí escasean. Coger los “pies de diario” y sacar sus partes íntimas al aire es lo que abunda. Esta observación permitió también establecer una diferencia entre Wilmer y Jecson. Mientras el primero solo tenía pantalón, el segundo solo llevaba camiseta. Las costumbres no son las mismas. A este pequeño de la comunidad de Navandel le tocó al igual que al de Las Aduanas, tomar leche por un corto período de tiempo. Otro niño nació antes de que cumplieran el año para relevarlos en sus turnos al seno.
La abuela terminó de responder cuanto se le preguntaba, y procedió a repartir las funditas de maní, despidiendo a sus visitantes con una amplia sonrisa y asegurándose de que quedara claro que era regalado.
El tiempo de bajar la peligrosa loma llegó. Un vacío en el estómago era inevitable. Lo producía la mezcla de sentimientos por la ‘miseria en la cima’ y por el miedo a tener un accidente en los precipicios. Encomendarse a Dios era lo más sensato. Por cierto, muy buen acierto. En una de las curvas una de las gomas del motor quedó en el aire, y gracias a la pronta reacción de Fernelys no pasó de ser un gran susto.
Claro, también una voz de alerta, porque sabrá Dios cuántas mujeres embarazadas se han expuesto al peligro al bajar por esta loma para dar a luz a sus hijos de este lado sin que ninguna autoridad tome cartas en el asunto.
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