TOMÁS BOBADILLA Y BRIONES.
Este personaje, es un
prodigio de funciones andróginas. Una luz esquiva y juguetona en su sonrisa saturnina.
Visto de frente, tiene la unción de un
benedictino. De perfil, es meramente la reminiscencia de un carbonario. Hacia el
mal consolando a la víctima. Hacia el bien burlándose del beneficio.
Duelista impasible, lo
mismo estimaba a Satanás que a Cristo. Un cirio de llama verde, en medio a
la obscuridad agorera de un templo en
ruina, es menos fantástico que el
resplandor de su historia.
Cantaba el salmo de la
Libertad en el libro de Maquiavelo. Su ironía
es un fluido anestesiarte. Una carcajada sin tregua era su fe. Se reía de todo; de la Justicia, del
Derecho, de la Religión, del Deber, de
Duarte, de Santana, de Jiménez, de Báez, de el mismo, cuando no hallaba de
quien reírse en su infinita
incredulidad.
Viejo, tenía la juventud
de Saint Just. Joven, tuvo la vejez de Richelieu. Que tránsfuga de los
principios! Para su conciencia la vida era una oriflama en que debía plegarse
dulcemente a las inciertas ondulaciones del viento. Con Boyer, con la manguada servidumbre de la
República, en su calidad de Comisario de
Gobierno, votaba y ejecutaba la muerte de los revolucionarios dominicanos de “Los Alcarrizos’’, en 1824; y defendía en la
prensa, en 1825, la notas diplomáticas de
Haití, contra el reclamo hecho por España en favor de la desocupación inmediata de la parte española de Santo Domingo.
Con el grupo de los afrancesados,
con lo que no creyeron jamás en la Independencia Nacional, se complacía en
desacreditar los planes separatistas de Duarte; y corrió, no obstante, inopinadamente, a última
hora, a poner en conocimiento de los febreristas el peligro de las combinaciones
de Levasseur, para precipitar con ellos el heroico grito de la Redención del
Baluarte.
Presidente de la Junta
Central Gubernativa, la noche de Febrero, su presencia entre aquellos generosos
adalides de la Patria, puso asombro en el corazón de los descreídos,
desconfianza en el discreto silencia de algunos patriotas, reconciliación efusiva
en el ánimo de los menos previsores, amañada esperanza en las maquinaciones de
los conservadores que, en el instante mismo de la redención, prepararon el huracán de las cruenta perfidias con que pagó el futuro la obra santamente
gloriosa de los trinitarios.
Causa, origen, alma de
las desgracias que aun cosecha el país en
su asendereada vida de inestables garantías, de
alzamientos y de miseria, de
levaduras infames, este, hombre temible
puso en camino de perdición la
Republica, lanzando al campo de la libertad esta amenaza de odios y de pugilatos
fratricidas; Santana.
Lo alzó a la majestad del
Poder, improvisándolo, y le dio el concurso de
cuantos miraban de soslayo la Patria Libre para buscar en el
protectorado francés lo que no
creyeron que podría realizar la fuerte
virtualidad del patrimonio del pueblo. Alzó a la prepotencia del mando
absoluto, y puso en sus manos la desoladora dictadura militar del artículo 210
de la Constitución de 1844, los consejos de guerra cuyo código de (a verdad
sabida y buena fe guardada) levantaba un patíbulo al amparo de cada sospecha a
cada delación inicua, y los tenebrosos decretos con que se consumó el
sacrificio de Duarte, de Sánchez, de Pina, de Pérez, de todos los fundadores ilustres
de la República.
Lo alzó, y desvaneciendo un día el ascendiente de
sus inspiraciones, caído de la gracia,
hubiera pagado sus incontables errores, castigado por el mismo a quien erigió
en dueño atrevido de la nación, si la sagacidad de su raro talento no le induce
a aceptar en momentos difíciles, en
1847, su expulsión del Congreso y su extrañamiento del país.
Había formado la hoguera
de las pasiones irritadas en que cayeron las
instituciones y los hombres, y se reía de los graves conflictos,
de los personalismos en aviesa confusión y disputa, contando a la suerte las intrepideces de su engañosa fraseología y el fecundo color de sus iniciativas
infatigables.
Este hombre, lo mismo
escuchaba la protesta de la virtud que la algazara de delito. No era un
temperamento varonil y comparecía en los peligros. No era una racionalidad
conspicua, y tenía voto decisivo en los conclaves del saber. No era característica
de su vida de ambición del Poder, y
siempre estuvo en su asecho. Era un confuso convencionalista, un utilitarista
indiscreto, y de la contrarias direcciones súbitas a su conducta con la
suma tranquilidad de un creyente.
Sin religión, sin
ensueños, sin ideales, sin patriotismo, amigo de las sorpresas emocionales de
la tiranía, su palabra escodejina penetraba como un puñal y revestía de entrega
de entrega las resoluciones del despotismo.
Su nombre es el punto de partida de nuestras presentes vicisitudes; de la
división ‘honda y eterna que señaló, para desventura de todos, el resonante
rompimiento del 9 de junio de 1844.
Alma escéptica, no tiene
una sola gloria que repercute amorosamente su nombre en la conciencia del
pueblo. Vivió una vida de luchas, sin ventura de paz. No creyó en nada, y fue sacerdote
de cuantas divinidades inventó su peculiar indolencia. Cuando en las borrascas
del pasado se agitaba profundamente sagaz, no era para evitar los peligros sino
para soplar las borrascas. Que genio tan fuertemente encariñado con los
sofismas del interés! Que inteligencia tan sabia para hurgar a la sombra y
hacerse dueña de sus misterios!
Toda una época, la de los
grandes desatinos del primer periodo de la República, época de fusilamientos y
ostracismos, de inacabables agravios al patriotismo, de rivalidades y
sacrilegios, tiene el sello de su individualidad batalladora. En esta etapa
comparece a modo de patriota virtuoso,
dignificado con el fingido entusiasmo de
una fe robusta la realidad de los ideales puros, mientras en lo profundo de sus
intenciones late el engaño. En aquella, es
el maestro de la tiranía. En todas,
su musa es la sorpresa; su gran libro, lo práctico; sus finalidades, las del
acaso; pero sin dejar asidero a
la libertad, ni refugio a la esperanza.
No creyó en Dios, y no
fallo a la devoción de los dogmas
sacros. No creyó en Mahoma, y solemnizó el Koran. No supo nunca alzar la
plegaria, ni borrar las injusticia de las opiniones extremas. Cuando Santana
prepara la anexión española, increpa a Santana, combate la anexión. Se suma el
18 de marzo de 1861, y al siguiente día pone al servicio de España su viejo
nombre.
La Restauración le
sorprende sirviendo la causa española; y mientras no vio seguro el triunfo de
la República, mientras no llegó la víspera de la victoria final, no abandonó
la anexión para aparecer en las filas
restauradoras. Nadie como él para dejar cumplidos los transformismos más estupendos. Aquí es haitiano, allí febrerito, allá liberal, acullá
conservador, más luego español. Y nunca dominicano. Nunca!..... Porque enseño
el derrotero de la tiranía a los tiranos; porque aconsejó el despotismo, porque
instituyó el sofisma como fundamento de gobierno, porque lo hizo, con sus consejos, el sacrificio del
derecho, la proscripción del deber, el
reino de la oligarquía, el Gólgota de la
democracia, la infinita pesadumbre de
cuantas torpezas consumó la ambición.
Nunca Dominicano! Porque
de haberlo querido, salva el porvenir de su pueblo, haciendo prósperas las
instituciones, desarmado las iras primeras de los partidarismos nacientes, poniendo a distancia
a las profanaciones groseras de la anarquía el alma noble y fecunda de la Redención
de Febrero.
Su personalidad atrevida
no era para pensar sin huella por el campo de la vida pública, o para aislarse en medio a las convulsiones de la política.
Estaba dotado de grandes vuelos de osadía que le hacía remontar sin fatiga
las más
abruptas cimas, y llevar en sus
alas el tremendo peso de cuanta responsabilidad le aconsejara el destino. Y sin embargo, no era un carácter.
Le faltaba unidad de espíritu para serlo. No tenía la perfecta concordancia de
las ideas, de los sentimientos y resoluciones del carácter.
Pasó, y su historia, alma
de lo pasado, ofrece al mundo el desdén de una vida que miro al través de lo
inútil la majestad del derecho, que santifico del despotismo, que se burló de
la gloria, que se rio de la Patria, que canto el salmo de las instituciones del
progreso en un libro de Maquiavelo, y erigió en inspiradora sagrada del Poder
la impenetrabilidad de la fuerza.
FUENTE; obra Silueta de
Miguel Ángel Garrido, p,185-197.
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