Navega a través del gráfico interactivo para conocer la historia de cada uno de los barcos que se perdió en la empresa inglesa de 1588
De la treintena de bajas entre los barcos españoles, los ingleses, que reunieron una flota todavía más numerosa, fueron responsables de la destrucción de solo cuatr
El último buque de los 130 barcos que componían la Grande y Felicísima Armada de Felipe II abandonó Lisboa al atardecer del 31 de mayo de 1588. Tras un duro viaje donde los barcos tuvieron que reagruparse varias veces, la escuadra española se internó el 29 de julio en aguas inglesas. A esas alturas, tras dos años de preparativos, los planes de Felipe II eran plenamente conocidos por toda Europa. La idea no era invadir Inglaterra, sino contactar con las tropas de Flandes, al mando de Alejandro Farnesio, para trasladarlas al otro lado del Canal. Una misión imposible dadas las malas comunicaciones de la época y, sobre todo, porque la flota inglesa no pensaba permanecer de brazos cruzados.
Como medidas defensivas, Isabel I había organizado un sistema de vigías para avistar la llegada de los barcos españoles al instante y, frente al mito del David inglés contra el Goliat español, había logrado reunir una fuerza mucho más numerosa que la española, 197 barcos, aunque de menor tonelaje. Además, la Reina autorizó a su almirante Lord Howard y al corsario Francis Drake a aprovechar la confusión para contraatacar directamente en España. Sin embargo, la meteorología castigó a la flota inglesa y la obligó a retornar a Inglaterra poco después de su salida, en concreto al puerto de Plymouth, justo unos días antes de la llegada de Medina-Sidonia a ese mismo lugar.
Lejos de la célebre anécdota de Drake jugando a los bolos, el corsario y sus hombres se encontraban reparando y aprovisionando sus barcos tras el fracasado intento por llegar a España, cuando el marino Thomas Fleming trajo la terrible noticia: la flota española estaba a la salida del puerto. Para su fortuna, la falta de perspectiva de Medina-Sidonia, un hombre sin casi experiencia militar, iba a salvar a los ingleses del desastre. El comandante español se mostró partidario de cumplir estrictamente las órdenes del Rey, es decir, hacer las veces de flota de transporte. Una decisión, discutida por la vieja guardia de Álvaro de Bazán (el comandante original de la Armada), que condenó definitivamente al desastre a la Armada.
La incapacidad de contactar con Farnesio
La actitud conservadora de Medina-Sidonia permitió salir vivos de Plymouth a los ingleses, que en sus desordenados ataques apenas pudieron causar más que rasguños a los galeones hispánicos. Ni en el combate de Plymouth, ni en la Isla de Wight, los perros de la Reina pudieron hundir ningún barco español. Los únicos contratiempos graves fueron la explosión del San Salvador por causas ajenas al combate y la rendición sin luchar de la Carraca Nuestra Señora del Rosario, a cuyo capitán se le negó auxilio cuando quedó sin gobierno.
De hecho, Medina-Sidonia mantuvo la formación cerrada hasta llegar a Gravelinas, rechazando las propuestas de pasar al ataque de los almirantes más intrépidos, entre ellos Juan Martínez de Recalde. Al frente del buque más poderoso de los españoles, el San Juan, este vasco fingió varias veces quedarse rezagado para que los ingleses abordaran el barco y, de forma inevitable, Medina-Sidonia ordenara un ataque masivo.
Lord Howard no mordió el anzuelo y se limitó a seguir a cierta distancia a los españoles hasta Gravelinas. El 6 de agosto, la escuadra recalaba en las proximidades de Calais con la intención de permanecer allí fondeada mientras su comandante escribía a Farnesio. La distancia entre Calais y Dunkerque, donde se suponía que estaba Farnesio con sus tropas, era, y es, escasa, a lo que Medina-Sidonia envío a su mejor mensajero, Rodrigo Tello de Guzmán, a bordo de una pinaza para contactar con él. No en vano, el mensajero descubrió que apenas había barcazas de transporte en la costa, faltaba artillería y las tropas eran escasas. El propio Farnesio estaba en ese momento a kilómetros de allí, en Brujas, cuartel general del Ejército de Flandes.
Como apunta Carlos Canales y Miguel del Rey en «Las Reglas del viento: Cara y cruz de la Armada española en el siglo XVI», la llegada de la flota sorprendió a Farnesio, que debió improvisar al saber que Medina-Sidonia estaba en Calais. Pero mientras ponía en marcha toda su maquinaria de intendencia, se produjo el único combate directo entre barcos ingleses y españoles: la batalla de Gravelinas. En la madrugada del 7 al 8 de agosto, la Armada española recibió el ataque de ocho brulotes (barcos incendiarios), que rompieron por primera vez el orden de la flota y, en un momento de pánico, algunos capitanes soltaran las cadenas de sus anclas para salir cuanto antes de Calais. Aquella salida desordenada derivó en un intercambio de fuego con los ingleses, que causaron averías de gravedad en barcos principales como el San Felipe o el San Mateo.
El viento hacia el norte salvó a los españoles de recibir más daños y de encallar en los bancos de arena de la costa de Zelanda, si bien obligó a Medina-Sidonia a bordear las Islas británicas por Escocia e Irlanda, donde se produjo el auténtico desastre frente a sus afiladas costas. La posibilidad de regresar a por el Ejército de Flandes se desvaneció ahí para siempre. Pronto, la escuadra española se dispersó, de manera que cada capitán debió sostener su vela y dirigirse a su ritmo hasta España. Enfermo y agotado, Medina-Sidonia encabezó la lastimosa travesía.
Algunos galeones como el San Martín, el San Marcos y el San Juan se encontraban muy dañados y se entretuvieron en varios momentos para achicar agua. Los alimentos frescos se agotaron rápido y las enfermedades camparon a sus anchas. La principal causa de los naufragios estuvo en que las tripulaciones estaban agotadas o diezmadas, además de que su cartografía sobre la costa irlandesa era incompleta.
Las costas del desastre
El 1 de septiembre se registraron las primeras víctimas. La Barca de Hamburgo se hundió en mar abierto, mientras que la Trinidad Valencera quedó embarrancada en un arrecife costero. En las siguientes semanas se produjo la pérdida de una veintena de barcos en las costas irlandesas a consecuencia de las malas condiciones climatológicas. Los irlandeses, espoleados por los soldados británicos, recibieron a los españoles con brutalidad. Miles de personas fueron asesinadas en las costas o trasladados a Galway para ser ejecutados.
En un mismo día, el 25 de septiembre, se hundieron por una tormenta tres buques, La Lavia, la Santa María del Visón y La Juliana, en la playa de Streedagh Strand, con la pérdida de un millar de vidas. El capitán Francisco de Cuéllar fue uno de los escasos supervivientes. Su testimonio, plasmado en una carta al Rey, muestra la tragedia que se vivió aquellos días en una Irlanda que no estaba acostumbrada a las visitas:
«Pasé harta desventura, desnudo, descalzo todo el invierno, pasado más de siete meses por montañas y bosques, entre salvajes, que lo son todos en aquellas partes de Irlanda donde nos perdimos, y porque me parece que no es bien dejar de contar á V. m., ni que se queden atrás la sinrazón y tan grandes agravios que tan injustamente y sin haber en mi falta de no haber yo hecho lo que me tocaba me quisieron».
Cuéllar cruzó su destino con otros protagonistas de la «Armada Invencible», entre ellos un caballero pelirrojo que se convirtió en leyenda. El buque de Alonso Martínez de Leyva, capitán del Rata Santa María Encoronada, terminó su andadura a la altura de Fahy, en Blacksod Bay. Sus tripulantes lograron atrincherarse en Doona Castle, y desde allí se dirigieron a la posición de la urca Duquesa Santa Ana, que se se hallaba a pocos kilómetros en buen estado. Embarcados en la urca, Martínez de Leyva y sus hombres naufragaron dos días después. El que fuera capitán general de la caballería en el Milanesado dirigió la construcción de un nuevo campamento, a pesar de tener una pierna rota. El grupo recuperó las esperanzas al rumor de que otra embarcación española estaba a 30 kilómetros al sur de su posición.
Abordo en la galeaza Gerona, un bajel perteneciente a la escuadra mediterránea, cerca de 1.300 personas navegaron hacia Escocia, cuya relativa independencia les garantizaba un terreno neutral. Sin embargo, la rotura del timón condujo al barco directo contra el litoral irlandés, en Lacada Point, muriendo Leyva y casi todos los hombres. Era 28 de octubre de 1588, el último en el que se registraron naufragios en Irlanda. Los rumores sobre la presencia del caballero Leyva en varios rincones de la isla después de muerto terminaron por convertirle en una leyenda local.
Las cifras de la superioridad inglesa
La mayoría de los hundimientos y naufragios fueron provocados por los elementos adversos, y no por los ingleses (responsables de solo cuatro pérdidas), como bien advierte la frase que Baltasar Porreño colocó en boca de Felipe II 40 años después de la derrota: «Yo no mandé a mis barcos a luchar contra los elementos». En cualquier caso, se perdió únicamente un tercio de los 130 barcos (19 galeones, 45 mercantes, 25 urcas, 4 galeazas y unas 33 unidades ligeras) que partieron de España.
La gran pérdida fue humana, puesto que solo la mitad de los hombres que habían zarpado regresaron con vida. Murieron más de 15.000 hombres, entre ellos los integrantes de la mejor generación de marinos de la historia de España (Juan Martínez de Recalde, Miguel de Oquendo, etc.). La falta de claridad de las fuentes inglesas dificulta saber cuántos barcos perdieron ellos en los escasos combates del Canal, si bien consta que la defensa de las islas dejaron a 9.000 marineros víctimas de sendas epidemias de tifus y disentería, que estallaron a bordo de los barcos ingleses inmediatamente después del enfrentamiento con la flota española.
A lo ocurrido en el verano de 1588, no obstante, los ingleseses lo calificarían de una victoria provocada por la agilidad de sus barcos y su mejor artillería. Frente al mito persistente de que los españoles tenían peores artilleros y cañones, el historiador Agustín Ramón Rodríguez González expone con datos en su libro «Drake y la “Invencible”» que los intercambios artilleros entre ambas escuadras fueron igual de ineficaces, con la salvedad de que los españoles debían seleccionar mejor sus disparos al tener sus puertos lejos. «Aún estamos lejos de saber muchas cosas de la artillería naval del siglo XVI y de la de los dos bandos que lucharon en 1588, por lo que cualquier conclusión pecará de precipitada o errónea. Sin embargo, tenemos la creciente sensación de que, después de todo, no debieron ser tan distintas, con evidente superioridad de los artilleros españoles, que no pudo mostrarse plenamente en la campaña por el fuego a distancia de los ingleses primero, y por las muy especiales circunstancias del combate de Gravelinas después», explica este autor.
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