Hermenéutica de la mirada, la ciudad de Santo Domingo en el tiempo
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Por MIGUEL ANGEL FORNERIN
16 julio, 2016
Mirar, ver, observar, otear… son verbos que designan distintas formas de percibir lo que se encuentra aquí, allá y acullá. El sujeto ve o percibe lo que está en el espacio. Es un espacio tiempo, pues solo vemos en un momento determinado y desde una distancia obligada. Las imágenes quedan en nuestra memoria como huellas y el trazo de la escritura registra y fija. Porque la lengua fija, como dijeron los fundadores de la Academia en 1713. Y ya los latinos decían, «verba volant y scriptamanen», lo hablado vuela y lo escrito permanece. Aristóteles, el filósofo, decía en Metafísica que de todos los sentidos es primero el de la vista. Ver y mirar no es lo mismo. Tampoco lo es observar. Y otear plantea estar situado en un punto del espacio desde donde la mirada puede tener algún privilegio.
Jorge Luis Borges, en un texto citado por Michel de Foucault en “Las palabras y las cosas”, decía que un perro a las dos de la tarde no era igual al mismo perro a las tres, y que el animal de las tres de frente no era igual al de las cuatro de lado. Un juego que podemos intercambiar para significar que el ser es en el espacio tiempo. Como si yo me encontrara en el centro de una nuez, podría creer que soy el rey del espacio infinito. Como cita en el “Aleph” el maravilloso argentino. Pero esos caminos nos conducen por los fueros de la filosofía y no es nuestro interés preocupar al amable lector con asuntos tan profundos, que desbordan nuestra limitada mirada.
Sabido es que la escritura es un conjunto de signos que los hablantes de una lengua compartimos. Somos herederos de ese fardo simbólico que nos permite pensar. En la complicación de entendernos encontró Ernest Cassirer el origen del pensamiento mismo. Pensar es articular un código que nos permite construir ideas, como hilvanar un manto que se teje en la escritura y se desteje en la lectura. En esos procesos de configuración y refiguración, la realidad queda entre las telas de la la semántica del texto, que se da entre la subjetividad del que ve y las elusiones de la lengua que es vehículo de una textualidad signada por el tiempo.
Las distintas miradas que se le dan a la Ciudad Primada llaman poderosamente mi atención, quiero comenzar con la de Wieves, en su libro “Reflexions historiques et politiques sur le commerce de France avec ses colonies de l’ Amérique”, publicado en Ginebra en 1780 y que despertara el amor propio del criollo Antonio Sánchez Valverde. Del autor de esta crónica de antaño, convertida hoy en documento fuente de nuestra historia, sabemos muy poco. Por lo que se desprende de su libro era un burgués que tenía con su obra la pretensión de llamar a la atención al rey francés sobre la importancia de liberar a las colonias ultramarinas de la doble tributación y de que se hiciera un mejor negocio en América. No es de extrañar que el ya citado Moreau de Saint-Méry, nacido en Martinica y constituyente luego en París, no tuviera los mismos propósitos.
La de ellos es la escritura para el poder real y el mejoramiento de los negocios, en defensa de la clase burguesa que explotaba en América la colonia de esclavos más grande del mundo. Antes de ver a Santo Domingo, Wieves nos da un retrato hablado de Le Cap, el antiguo Guárico, la ciudad más progresista de América en el siglo XVIII. Su mirada al puerto atlántico no deja de mostrar la satisfacción por un entorno en que la producción de la colonia sale en numerosas embarcaciones rumbo a los puertos europeos.
Lo que disgusta, podemos llamarlo así, al criollo Sánchez Valverde de la obra primigenia (porque es la primera dentro de un conjunto de textos de su jaez) era la desvalorización que realizaba este europeo de la parte española de la isla de Santo Domingo. Su libro, “Ideas del valor de la Isla Española” (1785), vino a ser una defensa de nuestro suelo de las comparaciones que realiza el visitante. Valverde toma el discurso del otro y crea, lo que ha llamado Pedro San Miguel, una utopía esclavista. Como criollo, Sánchez Valverde asume el discurso colonial, y habla de los provechos que España pudiera sacar de esta parte de la Isla. Lo que no sabía el racionero de la catedral era que España no podía sacar del Este semejante provecho que el que Francia obtenía del Oeste. Eran distintos los fines y los mercados a los que se destinaba la mercancía.
La mirada de Wieves comienza trazando el mapa de la isla, su descripción sale del Cabo, ve la empobrecida Monte Cristi, un lugar de pescadores en Puerto Plata, un francés perdido en Samaná. La mirada encuentra lo contrario, miseria, suciedad, negros pescadores. Y en Samaná, un puerto. Al puerto lo cataloga como el primer espía de la marina francesa y pone en la letra, el espacio que usaran general Leclerc, quien vino a apaciguar la rebelión negra muchos años después para llevarse preso, al castillo de Joux, al más libre de todos los negros, Toussaint Louverture.
La mirada del europeo es economicista: ve hatos y más hatos en su camino. Cruza en diagonal la isla, la traza por el este, por el Cabo Engaño, la registra en el Cibao, ve sus maravillas naturales. Solo hatos quedan en su caligrafía. La gente poca y poco laboriosa. El paisaje es lo más importante, nada se labra. La gente, sí hay gente, pero no tienen espíritu de trabajo, le parece que son los que no se pudieron marchar cuando España conquistó tierras firmes. Entonces, como si el europeo pensara en Foucault, ve que no hay una verdadera relación entre las palabras y las cosas. Estas ciudades, como Monte Cristi y Santo Domingo, no merecen el nombre de ciudades y la última, tampoco, el de capital. Weives mira entonces viejas defensas de la ciudad, otea a San Lorenzo de los Mina. Santo Domingo estaba ahí, durmiendo frente al viajero, como parada en el tiempo. Ningún presente parece promisorio. La capital presenta, en sus palabras, las ruinas de su antiguo esplendor (ruinas que Salomé cantara un siglo después) y hace determinante del destino a la “cupidité” de sus habitantes. La belleza del paisaje se fija en los hatos, que les parece, prefiguran a un pueblo indolente. Ante eso, la famosa Vega Real parece salvarlo todo. Sin embargo, los franceses podrían sacar mucho beneficio si invirtieran en esta parte. Al cuadro frío y monótono que él realiza, agrega el contraste de la civilización, activa e industrial, de la parte francesa de la Isla. Luego, ya al final remata que los habitantes de esta parte de la Isla son mulatos, que se han mezclado entre españoles, caribes y negros. Y apuntala que es difícil encontrar a alguien que no tenga sangre mestiza.
La mirada europeísta, centrista y utilitaria que plantea la ética del capitalismo del siglo XVIII queda aquí desdibujada en una descripción apurada. En fin, Weives sobrevuela nuestras costas, ve ríos y montañas y traza un mapa de la utilidad. Las ciudades, la gente, hatos, cacao en Santiago, pescadores en Puerto Plata; cabras, en Monte Cristi, y, por toda parte, la indolencia de gente mezclada
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