El inquietante oficio de contar la Historia
15 de febrero de 2016 - 6:00 am - 0
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El hombre de mirada severa, de ojos azules verdosos, nacido en la común de Boyá, en el ambiente rural y agrícola de Antoncí, conocido como “Monseñor Meriño”, aun permanece por sus acciones ante el juicio implacable de la Historia y los extraños designios que trae el tiempo
“Yo tenía la espada de la ley en la mano. vinieron sobre mí
y se clavaron en ella…”.
Pbro. Dr. Fernando Arturo de Meriño, electo Presidente Constitucional
de la República en 1880, al ser recomendado para ejercer la Suprema Magistratura del Estado por el General de División del Ejército, Gregorio Luperón.
“Yo no he de leer la historia…”.
General Ulises Heureaux Level, “Lilís”, distinguido con el Título Honorario de Pacificador de la Patria, que usaría a perpetuidad por Resolución del Congreso Nacional en 1888; Presidente de la República, Dictador asesinado en 1899, un año después, el mismo día (26 de julio) en que trasladó sin consultar a las dignidades eclesiásticas, la venerada imagen de la Virgen de la Altagracia de su Santuario en Salvaleón de Higüey, para intentar vender su templo. [1]
“[…] hermoso, altivo, fuerte todavía, de elevada estatura, mostrando con un gesto natural la cruz, pendiente de una cadena, sobre el traje episcopal que, entreabierta, deja la capa ver, mientras él la sostiene de un extremo con la diestra mano que tantas bendiciones de todo género impartió… El rostro noble es todavía hermoso, y se yergue con esa altivez nativa, vuelta simpatía en sus acciones para desvirtuar lo que de excesivo tuviera, porque él fue un tanto orgulloso, altivo, pero nunca con mezquina vanidad, indigna de los dioses”. [2]
Así describe la olvidada, sepultada, y desconocida historiadora dominicana Abigail Mejía (1895-1941) del que, según los suyos, tenía un corazón donde moraba el verbo triunfal, ardoroso, y, el espíritu de piedad; el mismo purpurado que se arrodillaba ante la Capilla del Santísimo, para pedir al Altísimo indulgencia por amar con virilidad, flaqueza y ternura a las amigas que estaban frente a él, ante el púlpito bajo las “vetustas naves” de la Catedral, y con pasión a quien le escribiera cartas íntimas.
El hombre de mirada severa, de ojos azules verdosos, nacido en la común de Boyá, en el ambiente rural y agrícola de Antoncí, conocido como “Monseñor Meriño”, aun permanece por sus acciones ante el juicio implacable de la Historia y los extraños designios que trae el tiempo. Él, el ejemplar Tribuno, el varón perfecto, el Mitrado que moraba en el Palacio Arzobispal; aquel para quien se erigió un mausoleo en mármol de blanquísimas vetas en la Santa María la Menor, que estuvo de pie sobre la cumbre, que alcanzó a través de las urnas y unas elecciones libérrimas, la Primera Magistratura de la nación, y se hizo caudillo o dictador al decretar en el Día de San Fernando, “!Cúmplase la Ley!”; aquel cuyos enemigos “quisiéronle, como al león [ …] meterle la espada en la boca para acallar el rugido”.
¿Quién no tiene pasión por la Historia? ¿Quién puede escribir, narrar imparcialmente, ese “abismo” de la Historia, a la cual se enfrentan los que tienen ante sí, como destino, los jalones del azar, el monstruoso pozo que se abre ante la caída, y que hace que torrentes de tintas llenen las páginas de la Historia canónica, oficial, conservadora, que convierte en “tiranuelos” a los que decretan “!Cúmplase la Ley!”, al quedar atados al libro incierto donde “ilustres” biógrafos escriben bajo las sombras de los árboles hechos leñas, las últimas oraciones litúrgicas donde se incineran las alas de las águilas?
¿Es la Historia un relato o una des-mentira de lo que fue, de lo que pudo ser, y no fue? O acaso, ¿Es un surco que se hace entre los pueblos para que en las fisuras del olvido no se entierren las pretéritas vidas de los que se alzaron sobre los mares y sobre las montañas? La Historia -me contesto, y no me culpen, por la insolencia- se hace con las “ruinas” del pasado, con lo que provoca conciencia, el legado que nos dejan los conflictos de la humanidad, la demarcación de los lugares donde se construyen las cimientos de la cultura, donde las cláusulas del tiempo se hacen momentos, epopeyas, hipérbole, recorrido por el inagotable pensamiento, escondrijos donde quedan las insepultas consciencias con sus distracciones, con sus excusas, con el reconocimiento de aquellas apoteosis donde las multitudes suelen ir tras anhelos de libertad o llorar del dolor por los escombros dejados por la derrota.
Luego del legendario Homero, los historiadores contemporáneos no han traído consigo la proverbial y providencial palabra. A ninguno le brota la visión de profeta, ni el manantial escogido donde se bebe agua pura, para erguir luego y contemplar al porvenir. Los historiadores profetas se durmieron para siempre, desde el momento en que, las naves de velas dejaron de surcar los mares y de elevar sus cabezas sobre las rocas que eran pródigas en voces de sirenas. Otros, que pudieron viajar a las selvas, que se hicieron exploradores, de súbito, comprendieron que la naturaleza es el más grande hospedaje que tiene el mundo para que nuestras atribudalísimas almas hagan el escrito vegetal de los sueños.
Nuestra Historia canónica tiene nombres deslumbrantes en los siglos XIX y mediados del XX (José Gabriel García, Emiliano Tejera, Américo Lugo y Manuel Arturo Peña Batlle). No obstante, no se alimenta del pensamiento historiográfico de ninguna mujer que pueda llevar el laurel del reconocimiento.
Las hacedoras de la Historia, anteriores a la década de los 80s del siglo XX, han sido dejadas de lado. Quizás Abigail Mejía y Flérida García Henríquez de Nolasco (1891-1976) pudieron alcanzar la enjundiosa sabiduría para ver, sin soberbia o hurto de la “verdad”, los cuadrantes donde se escriben las miserias humanas, los despropósitos de la pasión, las perversas proscripciones de los héroes, las apariencias de los “bellos designios”, el fétido pozo donde la traición lanza a los ruinmente vencidos y al fracaso de la legítima rebeldía; así como los códigos para develar los secretos que se llevaron al sepulcro los que prefirieron el ignominioso silencio junto a las debilidades y culpabilidades de los que, por sus gestas, pretendieron ser exaltados al lado de la gloria de los inmortales, cuando las escaleras se hacen para que de manera indómita unos las escalen, y otros sean derribados desde ella, tal cual, las condenas que ser ciernen sobre los políticos cuando los conflictos de poder hacen que se oscile entre la lealtad y la cobardía, en fin, de todo aquello que se escribe con horror, con demora, o, con placentero placer, cuando un mandate aspira a que el polvo del olvido cubra las hazañas de otros.
No obstante, ser -al decir de Juan José Llovet-, Flérida de Nolasco una escritora de “acendrada hispanofilia”, reconoce en el oficio de otros, el mal de la “cómoda mediocridad” de quienes “Contrariando evidencias históricas, suelen fabricarse razones con añadidos de sinrazones que amenazan destruir el sagrado patrimonio de la Historia”. [3]
En todo el siglo XX, en la República Dominicana, los estudios historiográficos amplísimamente, y las revisiones canónicas sobre el pasado, han continuado oscilando en torno a una nómina de nombres. Entre Santana, Duarte, Báez, Luperón, Heureaux, Cáceres, Vásquez y Trujillo, de manera ineludible ha estado pendiendo el oráculo de la Historia patriarcal nacional, que es lo mismo decir, que entre la “candidez” y la fiereza de esos hombres, ha estado envuelto nuestro pasado; pero no sé –y quisiera preguntármelo en voz alta-, si ambos estereotipos (la “candidez” y la fiereza) han sido forjados y asumidos como características y dicotomías en los dramas existenciales, y el perfil biográfico que se presenta de ellos, sometidos al fuego del escrutinio histórico, sin distorsión, fragmentación o mutilación de las evidencias, a los lectores canónicos.
Hoy, con las clarinadas de asombro que se leen en las crónicas periodísticas ante el infortunio de la decadencia total de la escala de valores en esta sociedad, donde la dominicanidad, o la identidad de los dominicanos -aparentemente- continúa nadando con flaqueza, sin afirmar ningún símbolo, ningún valor, que evite la vileza, la ruindad del poder político, porque diariamente asistimos al entierro de cada Odisea que creemos nuestra Odisea, recurro a hacer preguntas al inquietante oficio de “contar” la Historia.
De todos los que tienen el oficio de “contar” la Historia, ¿cuántos tienen los ojos abiertos, en vigilia, para ir detrás de la certeza, fascinados por ese apelativo de que la memoria histórica es un rompecabezas, un monstruo de muchas cabezas, que puede devorarnos cuando no se esclarecen los hechos y las generaciones presentes no quedan con una memoria viva del pasado, sino de un “cotejo” interesado de los hechos, resultado de las adscripciones erróneas a grupos, personajes, o herederos de protagonistas principales que no desean que la sociedad del presente tenga el “privilegio” de conocer ciertas infamias?
José Antinoe Fiallo y César Pérez me enseñaron que, leer de manera crítica a la Historia, es no hacernos sordos ni ser aquiescentes con el enajenamiento intelectual que trae el poder de clase, el poder económico, y el poder político, porque la Historia es un “suceder compartido” donde la catarsis les toca a todos por igual: a los héroes y a los déspotas, a los conjurados y a los vencidos, a los mártires y a los que gobiernan, a los ilustrados y no ilustrados, a los estrategas y a los calumniados, a los que tuvieron como preferencia en su actuar ser huidizos, figuras difusas, señalados por el dedo índice, por múltiples razones, como desleales y un repertorio más de abstracciones que el grammaticus corrector de todos los títulos históricos referidos y catalogados como el canon de nuestra bibliografía, lee escritas por las mismas manos que falsean la Historia, la rescatan del olvido, la albergan en el tiempo para que se recuerde o, quizás, se olvide.
Luego de releer un texto de Félix María del Monte sobre Juan Pablo Duarte, percibo que “contar” la Historia, no es solo una labor de entrecruzar textos, sino de hacernos intérpretes de destinos y acontecimientos; pero menos aun, es hacer una copia al carbón de cronologías, sino que es invadir el pasado con distintos espejos, accidentar a la realidad, acorralarla con preguntas, desarmar las parciales verdades, y traer a la memoria lo limpio, lo no roído.
Félix María del Monte (1819-1899), que fue condiscípulo de Duarte, al igual que su compañero en las sociedades patrióticas “La Trinitaria” y “La Filantrópica”, escribió en 1852 un texto que permaneció inédito por largos años, y que conozco a través del periódico Analectas, de su edición del 24 de septiembre de 1933, un artículo del cual guardo en mis archivos una transcripción mecanográfica realizada por mi abuela Josefa Octavia Moretta, Lolí (1905-1999), de la época en que impartía docencia en el instituto Politécnico “Loyola”, en San Cristóbal, que considero de una elevada agudeza, para que los dominicanos (si queremos) interpretemos el sentir estremecedor de ser insular, y comprendamos cuán significativo es tener de manera arraigada la insularidad. Dice del Monte sobre la estancia del Patricio en Europa:
“En Inglaterra observó cuanto influye en su manera de ser política y social la combinación estupenda de aquellas instituciones especiales del gran pueblo, y que a semejanza de las moles del desierto, siguen en su primitiva solidez desafiando a los vientos del desierto y a la corriente corrosiva de los siglos. En aquella antítesis humana, mezcla confusa de miseria y de opulencia, de recuerdos feudales y de excentralización administrativa, de aristocracia y popularidad, de leyes sangrientas y brutales y de garantías sin cuento protegidas por el Magistrado, que es su árbitro y moderado; en aquella Babilonia, en aquella Babel aparente contempló de pies, erguido y feliz, con su fisonomía peculiar, tosco a veces pero definido y siempre digno… al hombre, al insular orgulloso… al inglés!”.
A un amigo especialista en la vida y obra de Juan Pablo Duarte, le pregunté en una tertulia, si entendía que, la labor de historiador es un oficio inquietante, sobre todo, cuando se descodifican temas de trascendencia como son la represión y las heredades de las dictaduras (Santana versus Trujillo), que se asumen contemporáneamente como Historia “oficial”, y más aun, cuando ese pasado no aprehendidosigue entorpeciendo la construcción de una democracia auténtica, puesto que esas heredades son heredades que permanecen en la psiquis de todos, como una segunda piel.
… Heredades que subyacen en el conglomerado social como reencarnación del despotismo, cuyo ciclo -aparentemente- no se ha cerrado en el siglo XXI, y no deja descansos a la Historia, porque se sigue “contando” con premeditación, figurándose como Historia tradicional o Historia canónica, legitimada por cada nuevo texto [bibliográfico y/o compendio documental] que se publica, contraponiéndose, unas veces, al silencio.
También le pregunté, al amigo historiador, ¿cómo se puede hacer la ruptura con las “dos historias” (la oficial y no la oficial), para que se conozca la Historia en contrapunto, que significa otras miradas, y, por supuesto, otras miradas desde la perspectiva de género, dejando de fragmentar al discurso, y, por ende, al signo.
Le argumenté que, quizás, esta ruptura (que trae consigo la Historia en contrapunto) nos puede permitir echar a un lado lo coyuntural y la tesis del “pesimismo dominicano”, para abrir cada intersticio, cada momento, no como una crónica para hacer un libro de muertos o “Diálogo de los Muertos” (Abigail Mejía), donde los personajes no interfieran con sus manos descarnadas para confundir a la Historia, sino para provocar una revisión crítica de la Historia, para desmantelarla de sus empaques o vestimentas acomodaticias, explorando en contrapunto los arquetipos de poder o de resistencia en los cuales se apoya el entramado de los hechos, de los episodios o circunstancias, lo cual ha provocado que en foros y simposios se congreguen historiadoras que demandan –de manera altisonante- un discurso esencialista, que se oponga a lo inconcluso, que exhume el pasado, desarticulando la maleabilidad, la “interpretación” del pasado por los que “cuentan” canónicamente a la Historia.
Ahora, reflexiono, meses después que, tal vez, entre la “bondad” y lo “corrosivo” se ha estado escribiendo nuestra Historia, dominada aun por el pensamiento conservador o liberal, con sus manzanas de discordia, con frágiles verdades y cruentas mentiras. Entre esas dos formas de “contar” la Historia”, creo que se desplaza ese oficio inquietante, porque ¡Sólo Dios! –como expresan los creyentes en la Iglesia, sin ningún tipo de impaciencia- sabe porqué sucedieron las cosas, cuando cientos, miles de páginas nos convocan a abrir las fisuras de lo acontecido en el pasado, y a no narrar conjeturas.
Espero que al “contar” la Historia reciente, la que se inició en 1996, con la esperada transición hacia el renacer de una democracia “adornada” de esperanzas, de la mano de una generación que en su mayoría conoció en escorzo las tribulaciones de la Era, que ha aflorado ahora con un inédito ímpetu de rivalidades políticas, que agobian por igual al populacho, a las muchedumbres embrutecidas, a conservadores y a liberales, donde se pretende destruir al contrario con todas las “artes” del sapientísimo poder patriarcal, y un salvaje enfrentamiento que trae duelo, iras fratricidas, aborrecimientos ocultos a individuos y a sus acciones, exterminado mediáticamente a los opuestos, se recuerde como escribió Abigail Mejía, que “Al león no se le puede dar espanta-pájaros para comida, sino carne roja y fresca”.
Por eso, no es mi deseo que -en un futuro no muy lejano, ya cumplidos por mí los ochenta años de existencia, que espero, ¡Dios mediante!, alcanzar- me “cuenten” solo la historia de los “buenos”, aquella que tiene un personaje excepcional como antagonista de las tiranías y de la sumisión servil, o aquella “otra Historia” maleada por un protagonista de “civilidad”, investido sólo con el traje de la posteridad, pretendiendo que sea entronizado en nuestra Historia como un héroe o como un apóstol, cuyos oponentes, dirán tal vez, quizás, posiblemente, a través de los que ejercerán el inquietante oficio de “contar” la Historia cargada de una dinámica de enaltecimiento, de transfiguraciones y de imaginarios ante la adversidad: “No tuvieron reparos ni remordimientos de hacerle daño a él, y a la nación, ni reconocieron en él la luminosidad de su conciencia como guía, ni el anhelo de libertad del pueblo, por encima de toda ambición personal”.
… Olvidando que solo sobreviven al juicio implacable de la Historia, aquellos que sus coetáneos pretenden ignorar y borrar; aquellos que subvierten el orden, que derriban las pequeñeces de la almas corroídas por la envidia y el odio, que son víctimas por sus ideales del destierro, la muerte o el ostracismo como destino o condena. No en vano nos recuerda Abigaíl Mejía, aquella sentencia de Cicerón: “Los que están dotados de verdadera virtud, causan admiración hasta a sus enemigos”.
NOTAS
[1] Abigaíl Mejía. Biografía del Padre Meriño. Estudio de su vida y de su obra (Barcelona: Editorial Altés, 1934): 222.
[2]Ibídem, 91
[3]Flérida de Nolasco, “Duarte ante el hilo de nuestra Historia” en Revista Ateneo Dominicano (Tercera Etapa, No. 3. Abril de 1977):12.
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