¡Qué difícil elegir una batalla de las guerras napoleónicas! A mí la verdad todas me parecen lo mismo: un caos, un torbellino incomprensible de movimientos de tropas, un galimatías de tácticas que se materializan en atronadoras tormentas de pólvora y terribles baños de sangre. Es lo que tiene no haber estudiado en Sandhurst (de hecho ni siquiera haber hecho en la mili el cursillo para cabo). Me lo dijo una vez, con cariño y un puntito de sorna, Antony Beevor, que sí lo hizo, estudiar en Sandhurst, y que disfrutó del privilegio de que le diera clases en la prestigiosa academia militar británica el gran John Keegan, capaz de explicar pormenorizadamente las cinco fases de la batalla de Waterloo y sostener, alineándose con la opinión de Wellington, que allí triunfó el espíritu deportivo de los oficiales británicos cultivado en las canchas de Eton. Que se lo digan a aquel capitán de los Foot Guards que perdió la mandíbula y la lengua en el combate y murió años más tarde de malnutrición.
Keegan, por supuesto, también se interesó por la experiencia real de los soldados en el campo de batalla, y yo me identifico mucho con esa perspectiva del sufrimiento y el miedo del conscripto de a pie cansado, hambriento y con las tripas sueltas cuya visión no va más allá de la espalda del compañero que marcha delante entre el humo de los disparos y el zumbido como “de una miríada de escarabajos negros en una noche de verano” –así describió las balas que volaban un veterano de, precisamente, Waterloo-.
Todas las batallas son desastres en algún grado, decía Keegan, y las napoleónicas, con su magnitud y su dispendio de vidas, lo fueron particularmente, teniendo el dudoso privilegio de iniciar lo que consideramos la guerra moderna. He escogido Wagram no porque la entienda mejor –en realidad es especialmente complicada ya que fue muy larga y con muchas y complejas maniobras- ni porque fuera muy decisiva, sino porque es la más dura de las guerras napoleónicas, porque en ella se manifestó el declive del genio militar de Napoleón, aunque ganó –no sin sufrir un agotamiento extremo: en medio de la batalla hizo que Rustam, su mameluco, extendiera una piel de oso en el campo y se echó a dormir veinte minutos, lo cuenta Emil Ludwig-, y sobre todo por una razón personal: en ella murió uno de mis personajes favoritos, Antoine-Charles-Louis Lasalle (1775-1809), el húsar perfecto. Es la gran contradicción de las guerras napoleónicas (como la propia personalidad de Bonaparte): que sean tan atroces (el capitán von Grueber nos ha dejado la imagen de los centenares de coraceros abatidos por la artillería desparramados pudriéndose bajo el sol dentro de sus corazas tras la batalla de Essling) y a la vez nos atraigan tanto con el despliegue estético de sus insuperables uniformes y las sorprendentes vidas de tantos héroes y valientes.
Lasalle, apuesto, arrogante, audaz, extravagante, ingenioso, chulesco y rufianesco, fue y será siempre el arquetipo de húsar y mandó como nadie la caballería ligera de Napoleón, en la que ascendió a general. ¡Hay que ver cómo le lucían el dolmán y la pelliza! Su vida es una novela de aventuras pegada a un sable, a unas botas de montar, a una pipa y a una reputación. Una vez, en Perugia, entró a caballo en una mansión en la que se celebraba una fiesta, subió las escaleras hasta la pista de baile, cogió una copa, todo sin bajar de su montura, a la que hizo evolucionar al ritmo de la música, y volvió a salir vitoreado por sus tropas. También en Italia atravesó las líneas austriacas para acostarse con una marquesa, que ya es motivo. En otra ocasión, como castigo por una falta de disciplina, hizo permanecer inmóviles a dos regimientos de húsares durante una hora bajo el fuego de la artillería rusa, con él mismo al frente. Peleó como un jabato en la Batalla de las Pirámides, en Salahieh –en medio de la cual desmontó tranquilamente en medio del combate con los mamelucos para recoger el sable que se le había caído-, en Austerlitz, en Ulm, en Medina del Río Seco; después de Jena persiguió a los prusianos al mando de su Brigada Infernal y consiguió la rendición de la guarnición de Stettin, más de cinco mil hombres, con solo una pequeña fuerza de caballería y una mentirijilla (que le seguían las divisiones de Lannes y Murat). Entre carga y carga decía cosas hermosas. “Mi corazón te pertenece a ti”, escribió a su mujer –la ex esposa del hermano del mariscal Berthier-, “mi sangre al emperador y mi vida al honor”. Y también: “Te amo como al humo del tabaco y al desorden de la guerra”. Es el autor, por encima de todo, de aquella gran frase: “Cualquier húsar que no esté muerto a los treinta años es un jeanfoutre”, un indigno. Le mataron en Wagram con 33.
La batalla, parte final de la guerra de 1809 contra los austriacos que incluyó varios enfrentamientos como el tan tremendo de Aspern-Essling, duró dos días, el 6 y 7 de julio, y se inició en la noche del 4 al 5 de julio con Napoleón atravesando el Danubio y atacando al ejército del archiduque Carlos. Tras años de guerra, los austriacos poseían al fin un excelente comandante –hermano del emperador Francisco I- y habían aprendido a hacer la guerra contra Bonaparte, que además tenía buena parte de su Grande Armée enredada en España. A la mañana siguiente fueron ellos los que atacaron buscando envolver a los franceses. El flanco izquierdo casi se rompió –los franceses incluso perdieron dos águilas-, pero Napoleón frenó el avance austriaco con la caballería, redesplegó tropas para estabilizar el flanco amenazado –con un movimiento de desenganche sensacional de Masséna y el formidable avance de Mcdonald, hecho mariscal sobre el terreno-, amasó una enorme cantidad de artillería (“Grande batterie”, en su lenguaje) que machacó despiadadamente el centro y la derecha del enemigo y finalmente lanzó una brutal ofensiva sobre toda la línea del frente en el curso de la cual el mariscal Davout flanqueó a los austriacos, ante lo que estos no tuvieron más remedio que retirarse. Lo hicieron, sin embargo, muy ordenadamente, de manera que Napoleón no pudo destruirlos mientras huían como era su costumbre.
Como he dicho, Wagram fue una batalla especialmente sangrienta, debido en buena parte al masivo uso de la artillería y a la circunstancia de que el terreno estaba muy seco, de forma que las balas de cañón –a diferencia de lo que pasó en el embarrado Waterloo- rebotaban y causaban una espantosa mortandad entre las tropas que abarrotaban el campo de batalla (300.000 combatientes), a veces llevándose por delante filas enteras de 20 hombres. Hubo 72.000 bajas.
Fue a las 17 h, con la batalla ya en su fase final –acabó oficialmente a las 20 h- , que Lasalle cargó al frente del 8 º de húsares –con un contingente de coraceros, según otras fuentes- contra un regimiento húngaro en repliegue. Un granadero le disparó y le acertó, con admirable puntería, entre los ojos. Ignoraba que mataba a una leyenda. Ya lo dijo Sandokán: malos tiempos en los que cualquiera con un rifle puede matar de lejos a un hombre valiente. El cirujano militar Larrey le exploró la rotunda herida con el dedo… y se fue a ayudar a los vivos. Lasalle fue uno de los cinco generales franceses que murieron en Wagram (otros 37 resultaron heridos, por cuatro austriacos). La caballería francesa ya no fue lo mismo tras Wagram, como no lo fue Napoleón que dejó de lado la sutileza táctica y la flexibilidad para afrontar las batallas de la manera más contundente y brutal, o como señala gráficamente Charles Esdaile (Las guerras de Napoleón), a cachiporrazos.
CORACEROS A LA MIERDA
Entre los episodios singulares de Wagram está el de la confusión que hizo luchar a los franceses contra sus aliados sajones, uniformados de blanco como los austriacos. Un caso napoleónico de “fuego amigo” que incluyó también bajas por “sable amigo”, que no es menos sable.
Napoleón, que montaba a su corcel Euphrates, abroncó al mariscal Bernadotte –futuro rey de Suecia- en plena batalla por retirarse sin permiso y en desorden de la población de Aderklaa y comprometer todo el ejército. “Un chapucero como usted no me sirve”, le espetó delante de las tropas. Como dijo el propio emperador, “en el ejército francés, el castigo más severo es la vergüenza”.
El 7 º de coraceros franceses cargó con decisión pero desgraciadamente fue a dar con una zanja cavada por los austriacos para su uso como letrinas. Los orgullosos jinetes de rutilante coraza emergieron del obstáculo hechos un asco. Lo que me recuerda el famoso comentario del coronel Lepic a sus grenadiers-à-cheval de la Guardia Imperial en Eylau que se encogían al cargar contra la artillería rusa: “¡La cabeza alta, por Dios, que son balas, no mierda!”.
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