¿Porqué no hubo navegación a vapor en el siglo XVII español? A propósito de la ciencia española.
Publicado por José María Lancho el mar 13, 2016
http://abcblogs.abc.es/espejo-de-navegantes/2016/03/13/porque-no-hubo-navegacion-a-vapor-en-el-siglo-xvii-espanol-a-proposito-de-la-ciencia-espanola/
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Mientras el país se había sumido en el olvido más embrutecedor y sus élites políticas lo conducían de una guerra civil a otra, en el siglo XIX se suscitó un debate minoritario pero que venía a condensar, a formular la frustración buena parte de la intelectualidad del país.
La caída del imperio se explicaba con referencia míticas, especialmente vinculadas con un término ideológico e historicista que nacido en la segunda mitad del siglo XVIII, sólo en el XIX alcanzaría su mayoría de edad mítica, su dimensión racial y política máxima: la decadencia.
La “piedra” la “lanzó” Gumersindo de Azcárate, jurista e historiador, en aquella época la aleación básica del krausisma, que vino a sentenciar de forma maximalista el denominado “problema de la ciencia en España” expresando: «Según que, por ejemplo, el Estado ampare o niegue la libertad de la ciencia, así la energía de un pueblo mostrará más o menos su peculiar genialidad en este orden, y podrá hasta darse el caso de que se ahogue casi por completo su actividad, como ha sucedido en España durante tres siglos.» . Al más puro cuño de Masson de Morvillier el oscuro abogado al que se le encargó redactar el término España, país donde nunca había estado, en la Encyclopédie méthodique y que condensaba en la pregunta “¿Qué ha hecho España por Europa?”
Menendez y Pelayo escribió una refutación fundamental más empeñada en demostrar los errores de Azcárate –lo cual consigue con amplitud- que en afrontar los evidentes problemas de la ciencia en España. Sin embargo, los primeros capítulos que se escribieron en uno y otro sentido sobre las dificultades tecnológicas y científicas de nuestro país sirvieron básicamente para excavar trincheras ideológicas.
Desde luego había un error en quienes lo veían como un problema congénito de nuestra cultura en lugar de un problema contemporáneo. Y planteando nuestras dificultades en términos que servían mas a un conflicto político decimonónico, donde las ciencias físicas quedarían nuevamente soslayadas y con un enfoque dirigido a la solución por efecto natural de un cambio en el poder. Desgraciadamente el krausismo trajo más novedad política que científica y el autodidactismo siguió siendo el método formativo de los mejores científicos españoles. Ciertamente, por el otro lado político no hubo más éxito en el fomento del progreso científico del país.
Una de las paradojas de esta discusión es que en el debate se habían perdido personajes fundamentales de la inventiva y la ciencia española. Aquí vamos a plantear uno, apenas citado por el fascinante Menéndez y Pelayo, y que le era aún más desconocido a Azcárate: el inventor Jerónimo de Ayanz. De origen navarro era el modelo del caballero español de su tiempo: soldado en las guerras de Flandes, combatió contra los ingleses en La Coruña, hombre de confianza del rey Felipe II, que contó con el favor de Felipe III, hermano de una carmelita descalza que se carteó con la mismísima Santa Teresa desde su convento de la tierra de Soria. Si bien no es un perfil típico, no parece, tampoco, un personaje postergado por su búsqueda del saber científico. Sin embargo el olvido estuvo royendo durante siglos los huesos y las ideas de Ayanz.
Ayanz desarrolla el primer motor de vapor de la historia para extraer agua de una mina, demostrando el poder práctico del vapor brindando ese poder al rey, crea una escafandra autónoma, un traje de buceo, hornos de alta temperatura, balanzas de precisión, un sistema de refrigeración muy moderno, navegación submarina…
La paradoja consistía en que teníamos a un gran inventor español olvidado durante siglos (especialmente durante la polémica sobre la ciencia española), que disfrutó de éxito en su época, que conocía y que, de hecho, recurrió a los recursos jurídicos de su tiempo para obtener la protección de sus inventos, que no había sido perseguido por la inquisición (institución por otro lado repugnante). Las propuestas de Ayanz eran revolucionarias (y dignas de un sitio en el libro del maestro historiador Manuel Lucena “82 objetos que cuentan un país”)
¿porqué se perdieron? ¿porqué no se emplearon en el ámbito de aplicación técnica más importante de su siglo: la Armada española que detentaba el monopolio práctico de la navegación global (sólo contestado por los rebeldes holandeses) no incorpora el vapor a la navegación?
En el momento del desarrollo práctico de las máquinas a vapor de Ayanz, en España, se había ya probado con éxito, por Blasco de Garay, el uso de ruedas con paletas para navegar con velocidad sin depender del viento y capacidad de giro. Las pruebas en Barcelona y Málaga del gran Garay, un hidalgo de Toledo, que aplicó a galeras y navíos de dos puentes su mecanismo de palas (Manuel de Saralegui en 1913 demostró que Garay probablemente no había empleado vapor sino fuerza humana, y así apuntan los testimonios existentes del propio inventor, pero no entraré aquí en la polémica del archivero de Simancas Tomás González quien informó, con prematuro entusiasmo, a Fernandez de Navarrete sobre la presunta utilización del vapor). Sin duda, la Monarquía se encontraba en un momento en que ambas invenciones revolucionarias y adelantadas en varios siglos a los de otras naciones podían haber sido conjugadas
Si el Rey ni la sociedad española, no crearon un navío a vapor a principios del siglo XVII combinando ambos inventos fue porque sencillamente en 1600 no lo necesitaba. Contareni, el embajador veneciano, afirmaba de Felipe III (probablemente el mejor monarca de la llamada Casa de Austria): “en la mar no hay duda de que este Rey es poderoso, y tanto que con buen gobierno fuera señor del mundo”. Es muy posible que no hubiera una masa crítica de tejido industrial especifico para aprovechar estas invenciones, Blasco de Garay no parece que ofreciera su invención fuera de la Corona, Ayanz no identificó una necesidad para salvaguardar la hegemonía marítima para recurrir a la máquina de vapor instalada en buques, y esto sin contar la resistencia de la construcción de navíos, arboladuras, etc enormemente aferradas a aquello que había experimentado largamente con éxito.
Algo parecido le sucedió a gran Bretaña con la tecnología submarina en el siglo XIX, sobre esto ha escrito el historiador naval Agustín Rodríguez González al analizar la evolución industrial del submarino. Inglaterra la rechazó, intentó frustrar nuevos paradigmas que cambiaran las reglas de un juego en la que ella era entonces la mejor. Los alemanes se encargaron de explotar este abandono en la primera Guerra Mundial creando la mayor amenaza a la hegemonía marítima británica en un siglo.
Sin embargo, merece la pena acercarse a las dificultades de ambos inventores. Blasco de Garay, prisionero de su genialidad y del servicio al Rey escribía líneas tan conmovedoras como estas: “presente estoy sin vn real, y certifico a V, merced que no escriviera esta hasta dar cabo de esto, sino que esta noche passada yo no la he dormido pensando qué venderla para comer, la capa o el espada, porque no tengo mas que vender, y pareceme que para ser un negocio de tanta qualidad el que yo vengo á hazer, y aviendo visto tales principios y medios que todos estos oficiales están espantados de mí y piensan que soy mas que honbre, no es justo que a mi no se me dé el mantenimiento necesario“. Blasco suplicaba dispuesto a vender su capa y su espada, símbolos de su honra, con tal de continuar vivo para culminar su trabajo. Es obvio que el espacio social dejado al investigador ha seguido siendo cuestionado hasta nuestros días, hijos de sí mismos, de su talento y esfuerzo, no eran producto de un partido o de influencias familiares, de terceros países, de todas esas banderías estériles que han conseguido garantizar la discriminación y emigración del talento hacia fuera del país, todavía hoy día. No se quiere aprender de lo que funciona y de lo que no funciona, no se busca desesperadamente el resultado, no se ambiciona estar a la altura del talento, de hacer sitio a la chispa creativa del individuo convirtiendo al mérito en un valor objetivo y básico de nuestra organización social. No hace mucho pude describirun caso que profesionalmente se me planteó este 2015: un inventor, Ramón Blanco Garrido, me trajo al despacho su solicitud, rechazada por la Oficina de Patentes y Marcas Española en el año 1996, de una patente sobre un ámbito amplio de la tecnología de impresión 3D. Pedí a uno de los mejores ingenieros europeos que la revisara, incluyendo su novedad, siendo la conclusión del perito de que buena parte de la patente era viable e inédita a pesar de otras patentes norteamericanas que recaían sobre parte de esa tecnología. Nuestra Oficina de Patentes no entendió esta tecnología y se conformó con ser un servicio de ventanilla poco cualificada. A pesar de las subsanaciones del agente de la propiedad industrial contratado por Ramón en 1996, la Oficina, con sus razones formales, rechazó la invención. El proceso administrativo simplemente no aportó valor, no colaboró en guiar al inventor hasta la redacción -la patente es siempre un documento feo y naturalmente redundante en la forma- a través de la cual su idea podía ser protegida, ni -evidentemente- entendió el alcance de aquella invención que pudo haber generado miles de empleos y una industria nueva para el país. La tecnología de impresión 3D todavía sigue generando patentes pero esta fue una gran oportunidad perdida. Fuera del debate por la ciencia española el caso de este inventor se habría perdido como el de Ayanz pues el protagonismo no conseguimos que lo tenga el resultado y el inventor, que no admiremos más el destello creativo del otro que el poder circunstancial del burócrata o el político.
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