Apóstol del Santo Cerro
http://www.amigodelhogar.net/2014/07/apostol-del-santo-cerro.html
El Padre Fantino, El Apóstol del Santo Cerro (1867-1939).
Aunque Juan Francisco Fantino Falco nació en Borgo San Dalmazzo, en la región del Piamonte, Italia, el 26 de mayo de 1867, desde su llegada al país el 8 de noviembre de 1899, esta sería, sin duda, su patria de adopción. Había recibido el sacerdocio en Roma el 19 de diciembre de 1896 y, hasta un año antes, había sido miembro de la congregación de los padres paúles o lazaristas, a la que había ingresado en 1891. De esa experiencia y de cierto amor por la vida retirada, le quedó casi como una obsesión el ingresar en una u otra orden religiosa, prácticamente hasta 1937, cuando siendo casi un anciano, intenta, sin éxito, ingresar en la congregación de los Misioneros del Sagrado Corazón de Jesús de Québec (Canadá).
Fantino era doctor en Teología Dogmática desde 1897. Antes de su llegada a Santo Domingo, como su primera experiencia docente, había sido profesor de Moral del seminario diocesano de Caracas, Venezuela, durante casi dos años. Además de eso, su capacidad y probada seriedad le llevaron a ser director espiritual y, poco después, vicerrector del mismo colegio-seminario o escuela episcopal.
Su salida de aquel seminario y de Venezuela se debió quizás a razones de salud o al hecho de que los
padres paúles, sus antiguos compañeros, ya no se encargaban de la dirección de aquel seminario. Es posible que pensara seguir otro rumbo, quizás México, pero, al hacer escala en Curacao, unos exiliados dominicanos le convencieron de que este país estaba escaso de clero y de que su colaboración sería siempre bienvenida.
Sus primeros trabajos en el país, siendo arzobispo Fernando Arturo de Meriño, fueron de ayudante de la parroquia de San Pedro de Macorís durante apenas dos meses. En la Capital le encarga el arzobispo ayudar en la parroquia de la Catedral y, a los dos meses, le nombrará director del Seminario Santo Tomás y de la escuela preparatoria, añadiéndole más tarde el oficio de capellán del Convento Dominico y del templo de San Andrés. A petición suya, el 16 de febrero de 1903, deja esos cargos y el arzobispo le nombra cura interino de Montecristi. Aunque sólo estuvo allí cinco meses, fundó el Apostolado de la Oración y también se dedicó a la docencia, pero en la escuela pública de aquella ciudad.
Su afán de novedad, sin embargo, le hace viajar a La Vega, sin duda llamado por dos o tres personas de importancia y fundar allí un colegio. Así, contando incluso con apoyo económico del Ayuntamiento de la ciudad, nació el 10 de septiembre de 1903, en la calle del Comercio, el famoso colegio San Sebastián. Aunque un poco tarde, a los seis meses, escribió pidiendo perdón al Arzobispo por haber dejado abandonada la parroquia de Montecristi.
Aunque el colegio recibe la alabanza del Inspector de Enseñanza de La Vega en 1907, dos años después la Junta Provincial de Estudios, mediante informe público, critica el sistema y el rendimiento de la escuela. El mismo fundador manifiesta su protesta públicamente. Después de un breve viaje a Italia con motivo de la muerte de su hermana en 1910, empieza a construir en La Vega una capilla dedicada a San Antonio, pero ya empieza a sugerir que podría traspasar el Colegio a una congregación religiosa, como los Capuchinos o los Misioneros del Corazón de María. Las cosas siguen igual, por lo menos durante los siguientes diecisiete años, aunque se muestra sumamente activo e, incluso, será capellán del Santo Cerro desde 1919 y se encargará de sembrar allí un nuevo níspero, una vez que ya se había secado en 19141a última rama del árbol primitivo.
En 1925 se encargará de la parroquia de Jarabacoa y emprenderá las obras necesarias de reconstrucción y ampliación del templo, pero enseguida empieza a pensar -y a llevarse de la petición de algunos feligreses- en trasladarse al Santo Cerro. Al fin, el 20 de julio de 1926, el arzobispo Adolfo Alejandro Nouel le nombra capellán del Santo Cerro. Al final de ese año de 1926, traspasa el Colegio San Sebastián a las Hermanas Terciarias Franciscanas, que le cambian el nombre por el de Colegio de la Inmaculada, que empezó a funcionar el 27 de septiembre de 1927.
Llevado de su vocación por la enseñanza, al instalarse oficialmente en el Santo Cerro, construye una nueva escuela, que ahora se llamará Colegio Padre Las Casas y cuyas obras se bendecirán el 10 de julio de 1927. Además se encargará de la catequesis de niños y adultos, que ya contaba ese mismo año con 11 5 alumnos. Pronto erigirá en aquel colegio una capilla semi-pública, que, a sugerencia del arzobispo Nouel, se dedicó a San Luis Gonzaga.
En 1931, se interrumpe temporalmente su labor en el Santo Cerro, cuando el arzobispado decide nombrar le párroco de San Antonio de Bonao, aunque tres años después sería administrador temporal de la parroquia de Salcedo, regresando al Santo Cerro a mediados de 1933.
El colegio del Santo Cerro llegó a tener 92 alumnos, pero además, por ser el único local con capacidad, servía para celebrar los ejercicios espirituales del clero de Santo Domingo durante los meses de verano. Su interés por la formación del clero se manifestó durante tres meses en 1931, encargándose de los seminaristas en el colegio del Santo Cerro, mientras se hacían las debidas reparaciones al seminario de Santo Tomás en Santo Domingo, afectado por el ciclón de San Zenón el 3 de septiembre de 1930.
Su afán de trabajo y su debilitada salud hizo que el arzobispo Nouel le impusiera una pausa, reduciéndole sus habituales deberes, como la confesión a comunidades de religiosas de La Vega y Santiago o del Santo Cerro e incluso las largas horas de oír confesiones de los peregrinos en el Santuario. Lamentable, todo se complicó aún más el 17 de marzo de 1937: al ir camino de la Capital al funeral de un capuchino, sufre un accidente automovilístico en La Cumbre y, como consecuencia, pierde el ojo izquierdo.
No por eso deja de cumplir sus deberes, más allá de sus fuerzas y, sobre todo, protege a un niño haitiano, alumno del colegio desde hacía ya tiempo, para salvarlo de la horrenda masacre iniciada en Dajabón en la noche del 2 de octubre de 1937. Además de conocer muy bien a algunos verdugos, que eran parroquianos suyos, y a muchas de la víctimas, se estremeció con las noticias de la masacre en La Piedra, al pie del Santo Cerro. Además, para proteger al niño haitiano, que sólo recuerdan algunos testigos por el nombre de Pití, ordenó que ningún alumno saliera del colegio, aun en domingo. El padre se encerró durante tres días en su habitación a orar e incluso no quiso comer durante esos días que duró la matanza en los alrededores.
Su dolor se agudizaría de nuevo dos años más tarde con el tornado del domingo 15 de mayo de 1939, que destruyó una parte del colegio y sembró el pánico entre todos los alumnos internos.
A pesar de sus dolencias y esas dos tragedias que le marcaron, no dejó por eso de asistir a ordenaciones sacerdotales, incluso de alumnos suyos del Colegio de La Vega y el Santo Cerro, formar parte del X Sínodo Diocesano, convocado por el nuevo arzobispo Ricardo Pittini. Pero, poco a poco, sus fuerzas se debilitan, la afección cardiaca se agudiza y un buen día sufre un desmayo durante la misa en el Santuario de Las Mercedes. Como medida de seguridad, le trasladan en seguida al Hospital de San Pedro de Macorís. Sintiéndose mejor a la semana de ingresar, quiere decir misa. No llegaría a celebrarla por consejo de los médicos y, al día siguiente, 4 de julio de 1939, a la una de la madrugada, muere en aquel hospital dedicado a San Antonio de Padua.
Fantino era doctor en Teología Dogmática desde 1897. Antes de su llegada a Santo Domingo, como su primera experiencia docente, había sido profesor de Moral del seminario diocesano de Caracas, Venezuela, durante casi dos años. Además de eso, su capacidad y probada seriedad le llevaron a ser director espiritual y, poco después, vicerrector del mismo colegio-seminario o escuela episcopal.
Su salida de aquel seminario y de Venezuela se debió quizás a razones de salud o al hecho de que los
padres paúles, sus antiguos compañeros, ya no se encargaban de la dirección de aquel seminario. Es posible que pensara seguir otro rumbo, quizás México, pero, al hacer escala en Curacao, unos exiliados dominicanos le convencieron de que este país estaba escaso de clero y de que su colaboración sería siempre bienvenida.
Sus primeros trabajos en el país, siendo arzobispo Fernando Arturo de Meriño, fueron de ayudante de la parroquia de San Pedro de Macorís durante apenas dos meses. En la Capital le encarga el arzobispo ayudar en la parroquia de la Catedral y, a los dos meses, le nombrará director del Seminario Santo Tomás y de la escuela preparatoria, añadiéndole más tarde el oficio de capellán del Convento Dominico y del templo de San Andrés. A petición suya, el 16 de febrero de 1903, deja esos cargos y el arzobispo le nombra cura interino de Montecristi. Aunque sólo estuvo allí cinco meses, fundó el Apostolado de la Oración y también se dedicó a la docencia, pero en la escuela pública de aquella ciudad.
Su afán de novedad, sin embargo, le hace viajar a La Vega, sin duda llamado por dos o tres personas de importancia y fundar allí un colegio. Así, contando incluso con apoyo económico del Ayuntamiento de la ciudad, nació el 10 de septiembre de 1903, en la calle del Comercio, el famoso colegio San Sebastián. Aunque un poco tarde, a los seis meses, escribió pidiendo perdón al Arzobispo por haber dejado abandonada la parroquia de Montecristi.
Aunque el colegio recibe la alabanza del Inspector de Enseñanza de La Vega en 1907, dos años después la Junta Provincial de Estudios, mediante informe público, critica el sistema y el rendimiento de la escuela. El mismo fundador manifiesta su protesta públicamente. Después de un breve viaje a Italia con motivo de la muerte de su hermana en 1910, empieza a construir en La Vega una capilla dedicada a San Antonio, pero ya empieza a sugerir que podría traspasar el Colegio a una congregación religiosa, como los Capuchinos o los Misioneros del Corazón de María. Las cosas siguen igual, por lo menos durante los siguientes diecisiete años, aunque se muestra sumamente activo e, incluso, será capellán del Santo Cerro desde 1919 y se encargará de sembrar allí un nuevo níspero, una vez que ya se había secado en 19141a última rama del árbol primitivo.
En 1925 se encargará de la parroquia de Jarabacoa y emprenderá las obras necesarias de reconstrucción y ampliación del templo, pero enseguida empieza a pensar -y a llevarse de la petición de algunos feligreses- en trasladarse al Santo Cerro. Al fin, el 20 de julio de 1926, el arzobispo Adolfo Alejandro Nouel le nombra capellán del Santo Cerro. Al final de ese año de 1926, traspasa el Colegio San Sebastián a las Hermanas Terciarias Franciscanas, que le cambian el nombre por el de Colegio de la Inmaculada, que empezó a funcionar el 27 de septiembre de 1927.
Llevado de su vocación por la enseñanza, al instalarse oficialmente en el Santo Cerro, construye una nueva escuela, que ahora se llamará Colegio Padre Las Casas y cuyas obras se bendecirán el 10 de julio de 1927. Además se encargará de la catequesis de niños y adultos, que ya contaba ese mismo año con 11 5 alumnos. Pronto erigirá en aquel colegio una capilla semi-pública, que, a sugerencia del arzobispo Nouel, se dedicó a San Luis Gonzaga.
En 1931, se interrumpe temporalmente su labor en el Santo Cerro, cuando el arzobispado decide nombrar le párroco de San Antonio de Bonao, aunque tres años después sería administrador temporal de la parroquia de Salcedo, regresando al Santo Cerro a mediados de 1933.
El colegio del Santo Cerro llegó a tener 92 alumnos, pero además, por ser el único local con capacidad, servía para celebrar los ejercicios espirituales del clero de Santo Domingo durante los meses de verano. Su interés por la formación del clero se manifestó durante tres meses en 1931, encargándose de los seminaristas en el colegio del Santo Cerro, mientras se hacían las debidas reparaciones al seminario de Santo Tomás en Santo Domingo, afectado por el ciclón de San Zenón el 3 de septiembre de 1930.
Su afán de trabajo y su debilitada salud hizo que el arzobispo Nouel le impusiera una pausa, reduciéndole sus habituales deberes, como la confesión a comunidades de religiosas de La Vega y Santiago o del Santo Cerro e incluso las largas horas de oír confesiones de los peregrinos en el Santuario. Lamentable, todo se complicó aún más el 17 de marzo de 1937: al ir camino de la Capital al funeral de un capuchino, sufre un accidente automovilístico en La Cumbre y, como consecuencia, pierde el ojo izquierdo.
No por eso deja de cumplir sus deberes, más allá de sus fuerzas y, sobre todo, protege a un niño haitiano, alumno del colegio desde hacía ya tiempo, para salvarlo de la horrenda masacre iniciada en Dajabón en la noche del 2 de octubre de 1937. Además de conocer muy bien a algunos verdugos, que eran parroquianos suyos, y a muchas de la víctimas, se estremeció con las noticias de la masacre en La Piedra, al pie del Santo Cerro. Además, para proteger al niño haitiano, que sólo recuerdan algunos testigos por el nombre de Pití, ordenó que ningún alumno saliera del colegio, aun en domingo. El padre se encerró durante tres días en su habitación a orar e incluso no quiso comer durante esos días que duró la matanza en los alrededores.
Su dolor se agudizaría de nuevo dos años más tarde con el tornado del domingo 15 de mayo de 1939, que destruyó una parte del colegio y sembró el pánico entre todos los alumnos internos.
A pesar de sus dolencias y esas dos tragedias que le marcaron, no dejó por eso de asistir a ordenaciones sacerdotales, incluso de alumnos suyos del Colegio de La Vega y el Santo Cerro, formar parte del X Sínodo Diocesano, convocado por el nuevo arzobispo Ricardo Pittini. Pero, poco a poco, sus fuerzas se debilitan, la afección cardiaca se agudiza y un buen día sufre un desmayo durante la misa en el Santuario de Las Mercedes. Como medida de seguridad, le trasladan en seguida al Hospital de San Pedro de Macorís. Sintiéndose mejor a la semana de ingresar, quiere decir misa. No llegaría a celebrarla por consejo de los médicos y, al día siguiente, 4 de julio de 1939, a la una de la madrugada, muere en aquel hospital dedicado a San Antonio de Padua.
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