Marozia y el papado en manos de una familia
CUANDO UNA MUJER Y SU FAMILIA DECIDÍAN LA ELECCIÓN DE LOS OBISPOS DE ROMA
RODOLFO VARGAS RUBIO
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Con el nombre de Formoso (891-896) se abre el período más negro de la historia de la Iglesia; pero no por la actuación de este Papa -más bien en la línea enérgica de Nicolás I-, sino por la ignominia de que fue objeto post mortem -el concilio cadavérico- y que queda relatada en páginas anteriores. Adriano III había dispuesto que después de Carlos el Gordo -que no tenía descendencia- la corona de Carlomagno fuera dada a un príncipe italiano. Depuesto aquél en 887, se la disputaron Arnulfo de Carintia y Guido de Espoleto, ambos de estirpe carolingia. El papa Esteban V se vio obligado a coronar a este último y lo mismo hubo de hacer Formoso con su hijo Lamberto. Pero el Papa, temiendo su prepotencia y la de su madre Angeltrudis, decidió apoyar a Arnulfo y lo coronó en San Pedro en 896. Ya hemos visto las consecuencias que este acto tuvo para Formoso. Muertos Lamberto y Arnulfo, esta vez los contendientes fueron Ludovico de Provenza y Berengario de Friul. En medio de estas disputas, la que salió favorecida fue la nobleza romana, que se convirtió en árbitro de la situación, dando su apoyo a uno u otro partido según la conveniencia. Las elecciones papales reflejan la influencia del partido dominante en cada momento.
Por esta época destacaban en Roma un joven de la más rancia aristocracia llamado Teofilacto y su esposa Teodora, mujer célebre por su rara belleza. Probablemente nacido en la década de 870, Teofilacto pertenecía a la familia de los señores «de Via Lata», que tomaba el nombre de sus posesiones ubicadas en dicha calle, la más larga y espléndida de la Urbe. En la topografía de Roma, la vía Lata -llamada en la Antigüedad vía Flaminia en honor del cónsul Flaminio y actualmente conocida como vía del Corso- ha constituido siempre la zona más exclusiva y de mayor abolengo. Muestra de ello son aún hoy los palacios Bonaparte, Doria-Pamphilij, Chigi, Colonna, Ruspoli, que se alinean a lo largo de aquélla. La casa solariega de Teofilacto se ubicaba en el emplazamiento de la actual iglesia de Santa María in Via Lata, adyacente al palacio Doria-Pamphilij. La imagen de la Virgen que se venera en el altar mayor, de clara inspiración bizantina -de acuerdo con el gusto de la época-, pertenecía probablemente al oratorio familiar.
Los señores de Via Lata habían dado a la Iglesia al menos cuatro Pontífices: Adriano I (772-795), Valentín (827), san Adriano III (884-885) y Esteban V (885-891). El primero de ellos inauguró la práctica del nepotismo, llamando a sus parientes a ocupar los puestos de confianza en el gobierno papal. Ello explica la posición eminente, a caballo entre los siglos IX y X, de Teofilacto, que era descendiente de un tío de Adriano I llamado Teodato. Algún autor ha creído en el origen bizantino de la famosa pareja que nos ocupa debido a sus nombres griegos. En cuanto a Teofilacto, no puede negarse su filiación romana, y su nombre sólo es testimonio de la moda helénica difundida por esa época entre el patriciado, como signo de su reconocimiento del basileus de Constantinopla en tanto único emperador contra las pretensiones de los carolingios. Lo que sí parece cierto es la condición de Teodora como princesa bizantina. El matrimonio tenía un hijo y dos hijas: la celebérrima Marozia y Teodora la Joven, ambas cabezas de las dos familias que van a dominar el pontificado y disponer de él como de una hacienda particular.
El nombre de Teofilacto aparece entre los optimates (magnates) nombrados en un documento del emperador Ludovico III de Provenza, fechado e14 de febrero de 901. Tres años más tarde, su influencia se muestra tan poderosa como para determinar la elección de Sergio III, pariente suyo y amante de Marozia. El buen predicamento de que goza, además, ante la corte de Constantinopla le granjea el nombramiento como legado del basileus ante la dieta de Rávena convocada por Ludovico III, en la que ostenta ya el doble título de duque y cónsul.
En 906, es designado sacellarius (jefe de la capilla papal con poderes de canciller) y, desde entonces, ocupa puestos cada vez más importantes en la corte y en el gobierno temporal de la Iglesia, llegando al más alto de magister vestatarius, con el que es más conocido. El cronista Benedicto de Soracte lo presenta como el jefe de la aristocracia romana. De hecho, es nombrado senador, título con el que los barones se reclamaban a la antigua institución -no del todo desaparecida- que, desde el Capitolio, dio leyes a la ciudad y al mundo. Teodora era por ello conocida como la domna senatrix, apelativo que heredaría aquella virago que fue su hija Marozia.
El poder de Teofilacto y su esposa -que ya poseían la fortaleza de SanfAngelo, punto neurálgico y estratégico de la Ciudad- se hicieron patentes nuevamente en la elección de Juan X (914-928), de quien dice el cronista Liutprando de Cremona que era amante de Teodora desde la época en que fue obispo de Rávena. El Papa, empero, resultó no ser el fantoche que habían esperado sus promotores. Consciente de la creciente preponderancia de la nobleza romana en perjuicio del poder del Papado, debido a la falta de una autoridad imperial, quiso frenar aquélla apoyando a Berengario de Friul, que tenía la ventaja de ser italiano. Este consorcio fue tan fructífero que Juan X pudo aglutinar todas las fuerzas de la península contra los sarracenos, venciéndolos en la batalla de Garigliano en 916. El Papa entró triunfalmente en Roma escoltado por Teofilacto y su yerno, el marqués Alberico de Camerino, esposo de Marozia. Fue el último destello del Pontificado antes del largo eclipse que padeció durante cerca de siglo y medio.
Berengario fue asesinado en 924. Italia volvía a precipitarse en el desorden, lo que fue aprovechado por Marozia y Alberico para dar un golpe de mano y someter a Roma a su gobierno laico. Sin el sostén de un emperador, Juan X tuvo que resignarse a un segundo plano a la espera de circunstancias más favorables. La muerte de Teofilacto en 926 reforzó la posición de su hija, que entró a ocupar su pingüe herencia. El pueblo, sin embargo, cansado de la prepotencia de Alberico, se levantó en armas y le expulsó de Roma. Huido a la Toscana, entró en tratos con los húngaros, que acabaron asesinándolo. Juan X recuperó el poder y quiso asegurarlo nombrando emperador a Hugo de Provenza. Viendo el giro que tomaban los acontecimientos, la ahora viuda Marozia ofreció su mano a Guido de Toscana, hermanastro de Hugo y pretendiente a la corona imperial. Este matrimonio le dio la fuerza militar que le faltaba para recuperar el dominio de la Urbe. Marozia y Guido atacaron al Papa y le hicieron prisionero. Juan X, elevado al trono por el amor de la madre, sucumbía por el odio de la hija. En efecto, murió estrangulado en Sant’Angelo a manos de Guido de Toscana, instigado por la Megeria que tenía por esposa.
Los siguientes Papas fueron todos criaturas de la ahora todopoderosa Marozia: León VI (928), Esteban VII (928-931) y, sobre todo, Juan XI (931-935). Este último era nada menos que el fruto habido de sus sacrílegas relaciones con Sergio III, y no es extraño que dejara a su madre mangonear a su antojo. Marozia murió en 932, poco después de su tercer matrimonio, esta vez con Hugo de Provenza. Durante el banquete de bodas en el castillo de Sant’Angelo, hubo una revolución palaciega que dio al traste con su poder. Su hijo Alberico II, habido con el marqués de Camerino, harto de las humillaciones a que le sometía su nuevo padrastro, hizo prender a éste y le dio muerte al tiempo que hacía encerrar a su madre. El pueblo proclamó a Alberico II «princeps atque omnium Romanorum senator», con lo que adquiría el gobierno temporal de la Iglesia. A su medio hermano Juan XI lo mantuvo bajo estrecha vigilancia, relegándolo a la administración puramente espiritual.
La tercera generación de la estirpe de Teofilacto tomaba así el relevo en el control del Pontificado. León VII (936-939), Esteban VIII (939-942), Marino II (942-946) y Agapito 11 (946-955) no fueron sino hechuras suyas que se mostraron servilmente condescendientes. El 31 de agosto de 954, moría Alberico II no sin antes haber hecho jurar al clero y a la nobleza romana que harían Papa a su hijo Octaviano, a quien, además, dejaba como sucesor suyo en el gobierno temporal con la esperanza de que ciñese la corona imperial. Agapito II no protestó y, a su muerte, fue efectivamente elegido Octaviano, que contaba 18 años y tomó el nombre de Juan XII. Este Papa ha pasado a la historia como una especie de Calígula, debido a su inaudita inmoralidad. Quizá toda la culpa no sea suya, pues se vio de improviso elevado, por voluntad de su padre, a una dignidad que ni esperaba ni quería por no sentir vocación hacia ella. Lo que no puede negarse es el sentido político de Juan XII, que quería constituir ese poderoso estado eclesiástico-temporal hereditario con el que soñaba Alberico II, para lo cual quería servirse de la familia de su hermano Gregorio: los condes de Túsculum (hoy Frascati).
Los planes del Papa chocaban con las ambiciones de Berengario II y su hijo Adalberto, que se habían hecho fuertes en el norte. E1 señor de ambos, el rey sajón Otón I de Germania, deseaba recoger la herencia carolingia. Noticiado de que sus vasallos pretendían también la corona imperial, decidió bajar a Italia y poner orden. Juan XII se apresuró a apoyar a Otón y, victorioso éste, le coronó solemnemente en San Pedro, junto con su esposa Adelaida, el 2 de febrero de 962. Nacía así el Sacro Imperio Romano-Germánico.
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