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Enrique IV de Castilla, hijo de Juan II de Castilla y de María de Aragón, también llamada María de Trastámara, comenzó a reinar a los 29 años de edad. Ya había intervenido en las revueltas cortesanas para derribar a Álvaro de Luna y en las luchas nobiliarias por el poder, que alcanzarían mayor extensión y guerras en su reinado. En 1440, Enrique siendo todavía Príncipe de Asturias, contrajo matrimonio con Blanca II de Trastámara y de Evreux, infanta de Aragón y Navarra y, por matrimonio, de Castilla; fue hija de Blanca de Navarra y de Juan II de Aragón. Casi 13 años duró este matrimonio, del que Blanca salió tan virgen como lo había comenzado. La impotencia de Enrique quedó demostrada por propia confesión, de modo que el arzobispo de Toledo, Alonso Carrillo de Acuña[1], comisionado por Roma, procedió a la anulación del matrimonio. Blanca regresaba a Navarra, donde le esperaba un triste destino.
Enrique IV de Castilla
Los primeros actos del soberano presagiaron un mejor futuro para Castilla. Firmó las paces con Aragón y Navarra y renovó la amistad con Francia. Reanudó la guerra contra los moros de Granada, por cuyas tierras pasó en 1456, talando su vega. En los dos años siguientes hubo nuevas incursiones que dieron escasos frutos, tomando algunas villas. Hasta los Reyes Católicos, no se volvió a pensar en guerra alguna contra los musulmanes.
El reinado de Enrique IV se convirtió en un conjunto de hechos denigrantes y vergonzosos para la Monarquía. El gobierno quedó en manos de validos – circunstancia muy frecuente en los años venideros -, siendo el primero y más importante Juan Pacheco, marqués de Villena, hombre astuto y ambicioso que no poseía las cualidades de Álvaro de Luna, pero le superaba en defectos. En manos del ambicioso e incapaz Pacheco, la Corte castellana se había convertido en un prostíbulo feminoide, inspirado en los ambientes magrebíes. Mientras el rey, de tendencias euconoides[2], se dedicaba a la danza, a la música y a la caza, se consagraba sin ningún recato a prácticas deshonestas. No le gustaban las expediciones militares contra Granada, siendo curiosamente muy aficionado a las costumbres musulmanas; tenía a su servicio una guardia mora, pagada espléndidamente, comiendo y vistiendo de seda, él mismo, a la usanza musulmana.
Ante el partido, cada vez más numeroso, que se iba formando en torno a sus hermanastros, Isabel y Alfonso, el marqués de Villena le aconsejó que contrajese nuevo matrimonio para procurar un heredero a la Corona. El 21 de mayo de 1455, Enrique IV se casó con Juana de Avis y Aragón, infanta de Portugal y hermana de Alfonso V de Portugal. Ésta, con 16 años y conocida por su belleza, vio pasar su noche de bodas “tan entera como venía, de que no pequeño enojo se recibió por todos”. Ni en esta boda, ni en la anterior hubo sábana pregonera[3] alguna. El rey, según sus contemporáneos, andaba rodeado de algunos de sus más favoritos de cámara y no de los más afamados. Las damas portuguesas que acompañaron a Juana crearon en la Corte un ambiente de frivolidad, locura y devaneo. Destacaba entre ellas Guiomar de Castro, bella y revoltosa. Por vez primera, dio Enrique IV muestras de sentirse atraído por el sexo contrario, encaprichándose de esta dama, a la que para evitar las escenas de celos que le hacía la reina, le puso casa y criados no muy lejos de la Corte.
Entre los pajes que estaban al servicio de Enrique IV, destacaba el ubetense Beltrán de la Cueva, que gracias a su buena presencia, fue ganando influencia y posición. Beltrán de la Cueva llegaría a ser Mayordomo Mayor, conde de Ledesma, duque de Alburquerque y gran maestre de Santiago, y demostraba “tanto amor al rey que parecía devoción, tanta devoción a la reina que parecía amor”. En 1462, siete años después de su matrimonio, Juana de Portugal alumbraba en Madrid una hija, a quien se le impuso el nombre de Juana y que pronto sería conocida por la Beltraneja, al atribuirse su paternidad al citado Beltrán de la Cueva. Los escándalos de esta Corte disoluta iban a tener muy pronto consecuencias políticas muy graves: una guerra civil.
Los nobles castellanos, más atentos a sus propios negocios que al bien del reino, frustraron la posibilidad de que Enrique IV fuera reconocido rey de Navarra y de Cataluña, cuando le fueron ofrecidos las coronas de estos reinos. Una vez más, Enrique IV se había dejado engañar por el marqués de Villena. Como consecuencia, el rey le destituyó y puso en su lugar a Beltrán de la Cueva. Pronto se formó un partido enemigo del nuevo valido, dirigido por el marqués de Villena, que trató de impedir, sin conseguirlo, que Juana fuera declarada heredera del reino de Castilla. Ante las presiones, el rey se rebajó a mantener entrevistas en Cigales y Cabezón de Pisuerga (Valladolid), con el de Villena. En ellas, el débil monarca se avino a que su hermanastro Alfonso fuera reconocido heredero del reino a condición de que se casara con su hija Juana. Alfonso quedaba así bajo la custodia del marqués de Villena, verdadero ganador de estas intrigas.
Enrique IV, sometido a la presión de su esposa y de Beltrán de la Cueva, al comprobar que su honor quedaba en entredicho, anuló lo hecho y volvió a nombrar a la Beltraneja heredera del trono. Entonces, los nobles partidarios de Alfonso arreciaron en sus argumentos sobre la bastardía de la Beltraneja promoviendo la farsa de Ávila. Sobre un gran tablado visible desde gran distancia, los conjurados colocaron una estatua de madera que representaba al rey vestido de luto y ataviado con la corona, el bastón y la espada reales. En la ceremonia estaban presentes Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo, el marqués de Villena, el conde de Plasencia, el conde de Benavente y otros caballeros de menos estatus, además de un público compuesto por personas del pueblo llano. También se encontraba allí el infante Alfonso, que por entonces todavía no llegaba a los once años de edad. Se celebró una misa y, una vez terminada, los rebeldes subieron al tablado y leyeron una declaración con todos los agravios de los que acusaban a Enrique IV. Según ellos, el rey mostraba simpatía por los musulmanes, era homosexual, tenía un carácter pacífico y, la acusación más grave, no era el verdadero padre de la princesa Juana, a la que por tanto negaban el derecho a heredar el trono. Tras el discurso, el arzobispo de Toledo le quitó a la efigie la corona, símbolo de la dignidad real. Luego el conde de Plasencia le quitó la espada, símbolo de la administración de justicia, y el conde de Benavente le quitó el bastón, símbolo del gobierno. Por último, Diego López de Zúñiga, hermano del conde de Plasencia, derribó la estatua gritando “¡A tierra, puto!”. Seguidamente subieron al infante Alfonso al tablado, lo proclamaron rey al grito de “¡Castilla, por el rey don Alfonso!” y procedieron a la ceremonia del besamanos. Esto ocurrió en 1465.
Rebeldes y realistas se prepararon para la guerra, mientras el maestre de Calatrava, Pedro Girón, obtenía el consentimiento de Enrique IV para contraer matrimonio con su hermanastra Isabel. La infanta Isabel tuvo suerte, ya que Pedro Girón, ya anciano, moría camino de Madrid, antes de celebrarse la boda, muy posiblemente envenenado por “algunas hierbas”. El 20 de agosto de 1467, el ejército rebelde se enfrentó en Olmedo (Valladolid) al realista, que aunque el triunfo se decantó por Enrique IV, la victoria no fue decisiva. Al año siguiente, Alfonso falleció en Cardeñosa (Ávila), también posiblemente envenenado. Los nobles rebeldes ofrecieron entonces a Isabel la corona de Castilla; ella la rechazó alegando que no ocuparía el trono en rebeldía contra su hermanastro.
El marqués de Villena, llevado por su odio a Beltrán de la Cueva, prometió a Enrique IV que todos los rebeldes depondrían sus armas si nombraba a Isabel heredera del trono. El 19 de septiembre de 1468, Enrique IV se entrevistó con Isabel. Por el Tratado de los Toros de Guisando (Ávila), el soberano reconocía a Isabel como heredera y sucesora del reino, comprometiéndose a no casarla contra su voluntad, aunque Isabel tampoco podía casarse sin el consentimiento del monarca. Además, Enrique IV se obligaba a que su esposa, Juana de Portugal, no regresara a la Corte.
Enrique IV entregó la custodia de su esposa al arzobispo de Sevilla, que la llevó al castillo de Alaejos (Valladolid), en 1468, donde el prelado tuvo la desfachatez de galantearla. Juana de Portugal se enamoró de Pedro de Castilla y Fonseca, el Mozo, hijo del alcaide del castillo y bisnieto de Pedro I el Cruel[4]. De estos amores nacieron dos hijos, Pedro y Andrés. Juana se fugó del castillo con su amante acabando sus días en el convento de San Francisco de Madrid, a los 36 años, pocos meses después del fallecimiento de Enrique IV.
Isabel rechazó con absoluta firmeza el matrimonio con su tío Alfonso V de Portugal, alegando mucha diferencia de edad. Por su parte, la Beltraneja fue utilizada como representante de un grupo de insatisfechos políticos que defendían su candidatura. Mientras tanto, las conversaciones secretas para casar a Isabel con Fernando – los futuros Reyes Católicos -, hijo de Juan II de Aragón, proseguían a buen ritmo. Muy avanzado el año 1469, Fernando, disfrazado de arriero al servicio de cuatro caballeros aragoneses, llegaba a Dueñas (Palencia), donde le esperaba Isabel. Pero había una dificultad para llevar a cabo el enlace: obtener la dispensa papal de consanguinidad. Juana Enríquez, de ascendencia judía – mujer de fuerte carácter y ambiciosa – reina de Aragón y madre de Fernando, era hija del Almirante de Castilla, Fadrique Enríquez de Mendoza, y por tanto descendiente de la Casa de Trastámara y emparentada con Isabel. El arzobispo de Toledo, Carrillo, mostró a la novia una bula con la dispensa papal, que posteriormente se demostraría era falsa, aunque el Papa Sixto IV no tuvo inconveniente en dar su consentimiento. Cuando Enrique IV tuvo noticias del matrimonio secreto, que la propia Isabel le había desvelado mediante una carta, revocó el Tratado de los Toros de Guisando, volvió a reconocer la legitimidad de Juana nombrándola heredera al trono, lo que dio nuevas alas a los partidarios de la Beltraneja.
Los partidos de Isabel iban aumentando. Quizá por esto, en diciembre de 1473, Enrique IV tuvo una entrevista con su hermanastra Isabel en Segovia; en ella, una vez más, se desdijo de sus anteriores afirmaciones comprometiéndose a reunir Cortes para que la reconocieran como sucesora del reino. Poco tiempo después falleció el intrigante Juan Pacheco, marqués de Villena.
El 11 de diciembre de 1474, en extrañas circunstancias, se sospechó de un envenenamiento del que fallecería Enrique IV. En su flaco rostro se reflejaron extrañas y violentas contracciones y muecas. Su cuerpo era una sombra del que fue; frecuentes vómitos de sangre le dejaron sin fuerzas; demacrado, esquelético, muy pálido, encerrándose en un silencio obstinado; su mirada vagaba en busca de un rostro amigo, pero no había ninguno: solo los médicos y algunos escasos cortesanos. A las preguntas que se le hacían sobre si había de ser Juana o Isabel su heredera, no contestó. Despectivamente, volvió el rostro hacia la pared, deseando no ver a nadie. Muy entrada la noche, un último temblor recorrió su cuerpo; el monarca expiró. Con él se extinguía la línea masculina de los Trastámara.
Enrique IV dejó sin resolver el problema sucesorio. La guerra civil, entre los partidarios de la Beltraneja y de Isabel, la ganaría ésta última. Gracias a esta victoria, la formación de la España que ahora conocemos, dio su primer paso.
Mecenas
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Bibliografía:
RÍOS MAZCARELLE, Manuel. Diccionario de los Reyes de España.
LOZOYA, Marqués de. Historia de España.
[1] Alfonso (o Alonso) Carrillo de Acuña (1410-1482). Importante prelado de la España del siglo XV. Su influencia en la vida política del Reino de Castilla, en los reinados de Juan II, Enrique IV e Isabel I fue enorme; su opinión fue muy variable, acomodándose a las circunstancias.
[2] Anormalidad morfológica (por causa endocrina o anomalías del desarrollo) gigantismo, impotencia, anomalía peneana, infertilidad, obesidad.
[3] En la Edad Media, la potencia del marido y la virginidad de la esposa se demostraban exhibiendo ante testigos la “sábana pregonera” manchada de sangre tras la noche de bodas. A falta de este requisito se suponía que el matrimonio no era válido por defecto de alguna de las partes.
[4] Pedro I de Castilla (1334-1369) llamado en la posterioridad el Cruel por sus detractores y el Justo o el Justiciero por sus partidarios. Fue rey de Castilla desde el 26 de marzo de 1350 hasta su muerte.
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