La Deificación como propósito de vida (I).
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El propósito de nuestra existencia debería ser el problema más importante a plantearnos en esta vida… ¿Cuál es la razón por la cual nos hallamos en este mundo? Si logramos hallar la respuesta correcta a este asunto, encontraremos también las respuestas necesarias a todos los problemas particulares que nos aparecerán en el camino: nuestra relación con los demás, los estudios que decidamos hacer, el trabajo, el casamiento, los hijos que tengamos. Si, por el contrario, no encontramos la respuesta acertada para tal planteamiento fundamental, entonces todas las demás decisiones serán también erradas. Porque, ¿Qué sentido pueden tener todos los demás “propósitos” particulares, cuando nuestra propia vida no tiene sentido en su totalidad?
Desde el primer capítulo de las Sagradas Escrituras se nos hace conocido el objetivo de nuestra vida, entonces cuando se nos dice que Dios hizo al hombre “según su imagen y semejanza”. Aquí se puede comprobar el inmenso amor que Dios-Trinidad tiene para el hombre. No espera de éste que sea un ser cualquiera con algunos carismas, con algunas virtudes, con determinada superioridad sobre el resto de lo creado, sino que quiere que el hombre se haga “dios” por gracia.
Desde afuera, el hombre pareciera ser, en palabras simples, una existencia biológica semejante a los demás seres vivos, un animal más. Es, desde luego, un animal, pero “uno con inclinación hacia Dios por la deificación”, como dice San Gregorio el Teólogo. Es el único ser que sobresale sobre las demás criaturas, el único ser que puede hacerse “dios”.
La expresión “según la imagen de Dios” debe entenderse como las gracias que le fueron dadas solamente al hombre y no a las demás criaturas, para que aquél se haga, así, imagen de Dios. Estas bendiciones son: la mente y su capacidad de razonamiento, la consciencia, el libre arbitrio – es decir, la libertad -, la capacidad de crear, el amor y la evocación de lo absoluto y de Dios, la consciencia de sí mismo y otras más que le hacen un ser sobre todos los demás seres vivos. Es decir, le hacen ser hombre y persona. En otras palabras, todo lo que hace que el hombre sea persona, son los carismas que le hacen imagen de Dios.
Teniendo aquello que fue dado “según la imagen de Dios”, el hombre es llamado a alcanzar lo que le “asemeje” a Dios, es decir, a deificarse. El Creador llama a la criatura hacerse parte de Él por la gracia. (…) El hombre es llamado no a tener un vínculo exterior, moral, con Dios, sino a alcanzar la unión personal con su Creador.
Puede parecer atrevido pensar e incluso afirmar que el sentido de nuestra vida es el de volvernos “dioses” por medio de la gracia. Pero las Sagradas Escrituras y los Santos Padres de la Iglesia no escondieron jamás esta verdad.
Lamentablemente, existe en aquellos que están lejos de la Iglesia – aunque también en muchos de los que forman parte de ella -, un desconocimiento profundo sobre este tema, porque creen que el objetivo de esta vida es, en el mejor de los casos, nuestro progreso moral, es decir, llegar a ser “personas buenas”. Esto, a pesar de que el Evangelio, la Tradición de la Iglesia y los Santos Padres nos enseñan que no es este el propósito de nuestra vida, el ser cada vez más buenos, más morales, más correctos, más ponderados, más respetuosos. Desde luego que estos son aspectos en los que debemos trabajar permanentemente, pero no constituyen el objetivo principal, el propósito final para el que fuimos creados. Entones, ¿Cuál es ese propósito? La deificación (theosis). Es decir, la unión del hombre con Dios, no de una forma exterior o sentimental, sino una ontológica, real.
Así de alto es el lugar en el que la antropología ortodoxa tiene al hombre. Si comparamos las antropologías de todos los sistemas filosóficos, sociales y psicológicos, con la antropología ortodoxa, comprobaremos fácilmente la vaguedad y pobreza de aquellas, cuán lejos están de verificar el sentido de la vida hombre, que debe apuntar hacia algo tan importante como verdadero.
Debido a que el hombre es “dios por ser llamado a ello”, es decir, ya que fue hecho para que se deifique, entonces cuando no reconoce ese llamado, siente un vacío inmenso en su interior, dándose cuenta que hay algo que no está bien en él. No encuentra ninguna felicidad aún tratando de llenar ese vacío con otras actividades. Puede intentar anestesiarse la conciencia, o crearse un mundo imaginario de conformidad para aislarse, que, no obstante, será siempre pobre, limitado y pequeño. Puede también, organizar su vida de manera que no tenga tiempo para detenerse a meditar, para ensimismarse. Por medio del ruido del mundo, por medio del estrés diario, con el televisor, con el aparato de radio encendido todo el tiempo, por medio de una búsqueda frenética y continua de información… de tantas maneras el hombre trata de olvidar, de no pensar, de no reflexionar, de no recordarse que aún no ha encontrado su propio sentido de vida.
Pero, finalmente, el pobre hombre contemporáneo no puede descansar hasta que no logra encontrar ese algo más elevado, que existe interiormente en él y que es, ciertamente, bello y creador,
¿Puede unirse el hombre con Dios? ¿Puede estar verdaderamente en comunión con Él? ¿Puede convertirse en “dios”, por medio de la gracia?
LA ENCARNACIÓN DE DIOS, FUNDAMENTO DE LA DEIFICACIÓN DEL HOMBRE
Los Santos Padres de nuestra Iglesia dicen que Dios se hizo hombre para que el hombre se haga dios. El hombre no sería llamado a la deificación si Dios no se hubiera encarnado.
En los tiempos de antes de Cristo existieron muchos hombres sabios y virtuosos. Por ejemplo, los antiguos griegos llegaron a un nivel altísimo en filosofía sobre el bien y sobre Dios. Su filosofía contenía ya formas de verdad, llamada “razón seminal”. Eran igualmente hombres muy religiosos, en absoluto ateos como se les ha intentado llamar en la actualidad. Desde luego que no conocían al Dios verdadero, aunque eran muy devotos y respetaban fielmente a sus deidades (…) No obstante, en la filosofía de los antiguos griegos se distingue ya una nostalgia específica por el Dios desconocido. A pesar de ser creyentes y devotos, no tenía el conocimiento correcto e integral de Dios, les faltaba estar en comunión con Él. Por eso, la deificación no era algo al alcance de ellos.
En el Antiguo Testamento, de igual manera, encontramos que hubo desde siempre hombres correctos y virtuosos. Pero la plena unión con Dios, la deificación se hizo posible, realizable, sólo después de la encarnación la Palabra de Dios.
Esta es la razón por la cual Dios se hizo hombre. Si el propósito de la vida del hombre fuera simplemente el hacerse “bueno” moralmente, no habría sido necesario que Cristo viniera al mundo para cumplir con el enorme plan de la Providencia Divina, el de su encarnación, el de la cruz, muerte y resurrección. Porque, así, la humanidad hubiera podido aprender a ser cada vez mejor – moralmente -, sólo por medio de los profetas o los filósofos, o por las enseñanzas de algunos sabios y hombres virtuosos.
Sabemos que Adán y Eva fueron engañados por el malvado, queriendo luego convertirse en dioses - aunque no colaboradores con Dios - no con humildad, con obediencia y con amor, sino confiando únicamente en su propia voluntad y capacidad, de una forma egoísta y autónoma. Así, la esencia de la caída es el egoísmo. Porque de esta manera, adoptando el egoísmo la autosuficiencia, se alejaron de Dios y, en lugar de llegar a la deificación, alcanzaron precisamente lo contrario: la pérdida espiritual.
Así como dicen los Santos Padres de la Iglesia, Dios es vida. De este modo, quien se aleja de Dios, se aleja de la vida. Por eso, la consecuencia de su desobediencia fue, para los dos primeros hombres, la muerte corporal y espiritual.
Conocemos ampliamente las consecuencias de la caída. El alejarse de Dios hizo que el hombre cayera en una forma de vida puramente carnal, animal y maligna. La criatura preferida de Dios se hundió en la perdición. La imagen de Dios en el hombre se ensombreció. Luego de la caída, el hombre ya no puede alcanzar aquello que tenía antes de pecar, para llegar a deificarse. El hombre, en este estado de perversión, no puede ya orientarse hacia Dios. Era necesario que surgiera una nueva raíz en la humanidad. Era necesaria la institución de un hombre nuevo y sano que pueda orientar su libertad hacia Dios.
Esa nueva raíz, ese hombre nuevo es Dios-hombre, Jesucristo, Hijo y Palabra de Dios, quien se encarnó haciéndose para la humanidad la nueva raíz, un nuevo comienzo.
Por medio de la encarnación de la Palabra - así como dice San Gregorio el Predicador – se realiza una segunda comunión entre Dios y los hombres. La primera fue la que existió en el Paraíso, misma que se disipó cuando el hombre se alejó de su Creador. Ahora, Dios ha permitido una nueva comunión, la segunda, es decir la unión de Dios con los hombres, una que ya no puede ser destruida, porque esta nueva comunión se hace en la persona de Cristo.
Cristo Dios-hombre, Hijo y Palabra de Dios, tiene dos naturalezas plenas: una divina y una humana. Estas dos naturalezas se unen de forma “inconfundible, inalterable, indivisible e inseparable”, en una misma persona, la de Cristo, de acuerdo a la definición oficial del IV Concilio Ecuménico (de Calcedonia), que en pocas palabras constituye la base teológica en el Espíritu Santo y en nuestra Iglesia Ortodoxa contra cualquier clase de herejía cristológica que pudiera aparecer. Tenemos, así, un solo Señor Jesucristo en sus dos hipóstasis: una divina y una humana.
De esta manera, la humanidad – por medio de la unión hipostática de las dos naturalezas de Cristo – está definitivamente unida con la naturaleza divina. Esto, debido a que Cristo es Dios y hombre, que siendo Dios y hombre subió al Cielo, que se encuentra a la derecha del Padre y que vendrá a juzgar al mundo en su Segunda Venida. Vemos entonces cómo la naturaleza del hombre se halla entronizada en el seno de la Santísima Trinidad. De esta forma, nada puede separar ya esa naturaleza, de Dios. Por eso, luego de la “humanización” de Dios, por mucho que pequemos, por más que nos alejemos de Él, si deseamos unirnos nuevamente con el Señor, es posible lograrlo por medio del arrepentimiento. Nos podemos unir, así, con Dios. Podemos, así, convertirnos en “dioses” por medio de la gracia.
Traducción libre tomada de: "Indumnezeirea, scopul vietii omului". P. Gheorghe Kapsanis. Editura Evanghelismos, Bucuresti,
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